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José Luis Herrero y Antton Azkargorta Profesores despedidos de la UPV

Violencia y Bolonia

La especie de tregua universitaria de los años del rector J.I. Pérez parece que ha llegado a su fin a raíz de la aplicación de las directrices emanadas del conocido como acuerdo de Bolonia

Hubo una triste época en la llamada Universidad del País Vasco en la que su rectorado parecía un fortín, algunas facultades comisarías y los rectores, comisarios-jefes de un Ejército. Las libertades fundamentales de algunos sectores universitarios se anulaban, los guardias jurados vigilaban, quitaban carteles, retenían y agredían a estudiantes y profesores. La ertzaintza, un día sí y otro también, penetraba en el campus deteniendo y golpeando a las personas. Se prohibían fiestas, se abortaban acampadas, se expedientaba a universitarios y se desalojaban encierros procesando a decenas de estudiantes y a los profesores despedidos.

Con la designación de Juan Ignacio Pérez como rector la situación empezó a cambiar y un cierto clima de tolerancia se instauró en la UPV. Aunque seguían presentes las cámaras, las puntuales actuaciones violentas del personal de seguridad y las periódicas visitas de la policía autonómica, cuyos agentes de paisano forman parte casi permanente del decorado universitario. Sin embargo, esta especie de tregua universitaria parece que ha llegado a su fin a raíz de la aplicación de las directrices emanadas del conocido como acuerdo de Bolonia.

El proceso de Bolonia, encaminado a crear un espacio europeo de enseñanza superior, ha desatado las hostilidades. Sus críticos -que no son una «minoría» ni exclusivamente estudiantes- denuncian la mercantilización del saber que ese acuerdo va a traer a la vida universitaria, llevando la política neoliberal a la enseñanza superior. Critican su cada vez más acentuada dependencia de la lógica del mercado y de los intereses empresariales, cuya mentalidad va rigiendo la creación, organización y dirección del conocimiento científico. Los valores utilitaristas y el lenguaje derivado de una visión economicista del conocimiento se imponen como exigencia inexorable, transformando profundamente la naturaleza y el carácter de la actividad universitaria y la tradicional autonomía de los centros.

Los estudiantes ven con inquietud los cambios que se están produciendo en los métodos de evaluación, la estructura de la carrera docente y el nivel de las exigencias en su formación. Temen que puedan convertirse en máquinas programadas al servicio de los rendimientos empresariales. Los docentes vascos ven en esta dinámica homogeneizadora una pérdida de su identidad cultural y un obstáculo para la construcción de un modelo nacional universitario y de un sistema educativo propio. No es de extrañar que los estudiantes más concienciados hayan comenzado a movilizarse demandando la paralización del proceso que consideran se les impone por la fuerza, el inicio de un debate social y la aceptación de la decisión de la comunidad universitaria de la cual se consideran fundamento y parte mayoritaria implicada. Rechazan los acuerdos emanados de órganos universitarios que consideran antidemocráticos y que les rechazan y marginan, y exigen formas participativas donde su voluntad pueda manifestarse libremente y sin trabas.

Ante la movilización estudiantil el Parlamento de Gasteiz exigió en octubre mano dura contra los «alborotadores», convirtiendo una vez más un conflicto educativo en un problema de orden público. La cámara solicitó a las autoridades de la UPV la aprobación de un «protocolo de seguridad» que estaba elaborando, protocolo que no esconde más que medidas represivas contra los «violentos». En noviembre una comisión universitaria aprobó un listado de sanciones e infracciones que de aplicarse en su acepción más amplia dejaría a los estudiantes sin posibilidad de utilizar sus habituales recursos movilizadores, utilizados tradicionalmente para sus reivindicaciones, no sólo aquí sino en cualquier universidad del mundo. Las medidas sancionadoras -por su amplitud, ambigüedad y dureza- son un disparate represivo que busca la desmovilización estudiantil y la penalización de aquellos que osen rebelarse contra el sistema. Para los estudiantes representan una carga de profundidad contra su libertad y deseos de cambio. Por esa razón contestaron a lo que consideran una agresión con la interrupción del claustro en donde se iba a aprobar el citado catálogo de faltas y castigos. Es necesario contextualizar una determinada acción y evitar que se denigre y criminalice a sus autores.

Se dice que neoliberalismo y violencia van unidos. Con frecuencia la implantación de políticas liberales se acompaña de una represión contra sus detractores. Los mandamases universitarios pueden ofrecer a la opinión pública datos estadísticos favorables y alardear en los medios de proyectos de futuro. Pero en nuestra opinión una situación como la que anuncian, en donde se recurra a la Policía cada vez que se celebre un acto oficial, se expulse y sancione a estudiantes con la aplicación de reglamentos punitivos draconianos y confraternicen en los campus guardas de seguridad y policías de todo tipo bajo el control de infinitas cámaras de vigilancia, no se puede calificar más que de opresiva.

Y un sitio así es todo lo contrario a un espacio universitario. No volvamos a la «loca academia de policía» que fue la UPV antaño y que tan funestas consecuencias nos legó.

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