La Sinfónica de Euskadi ofreció el viernes pasado en el Auditorio Kursaal un concierto digno de recordar. No es que en otras ocasiones no haya dado la talla -aunque ha habido de todo- o que el nivel de la orquesta haya subido repentinamente, pero lo cierto es que en esta última ocasión la actuación se puede calificar de brillante. Junto con el indudable progreso de la propia agrupación, la «culpa» de este resultado la tuvo el director invitado, el estonio Järvi, que imprimió buen estilo a todas las obras que tocaron, gracias a su gran claridad de intenciones y a su exquisita elegancia en cuanto a la visión musical del exigente programa que ofrecieron.

Puede que el momento más flojo de este concierto de abono fuera la interpretación del «Prélude à l'après midi d'un faune», de Claude Debussy, que estuvo bien de sonido, correcto, pero al que le faltó un punto de tensión desde el principio hasta el fin. Resultó algo falto de vitalidad.

Con «L'Ascension», de Messiaen, respiramos ya a gusto, porque la orquesta supo mantener el interés desde el estático «Majestad de Cristo pidiendo gloria a su Padre», en el que escuchamos unos sólidos metales, hasta la deliciosa «Plegaria de Cristo ascendiendo hacia el Padre», en la que quedó patente la ductilidad de la cuerda, que respondió al mínimo gesto del director. Fue también especialmente destacable el fragmento «Aleluyas serenas de un alma que desea el cielo», en el que escuchamos unos estupendos solos de oboe, clarinete y flauta.

La confirmación del buen estado de la orquesta y de lo bien que la guió Järvi llegó con la segunda parte del programa, en la que interpretaron la grandiosa «Sinfonía nº 9 en do mayor, D 944» -«La Grande»-, de Schubert. Los diferentes estados de ánimo que recoge la obra quedaron perfectamente plasmados. Llamó la atención el orden y claridad con que se expuso el denso y complejo Scherzo, así como el estupendo equilibrio de volúmenes que apreciamos en el Allegro Vivace final. Que sigan por este camino.