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«Las detenciones han cumplido escrupulosamente con la legislación antiterrorista»

Las palabras pronunciadas por el ministro de Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, vienen a responder por sí mismas a la perversa disyuntiva que se plantea cada vez que un caso de malos tratos a una persona detenidas atraviesa la sólida barrera del silencio. ¿Estamos ante un hecho aislado o ante una práctica habitual? Las formaciones que defienden a ultranza que en el Estado español rigen las reglas de un estado de derecho aseveran que situaciones como las vividas por Mattin Sarasola e Igor Portu son excepcionales. Pobre consuelo. Si fueran cosa diaria quizás en vez de plantearse cambiar la letra del himno patrio, los gobernantes españoles deberían ir pensando en rebautizar su patria con el nombre de Guantánamo o de Abu Ghraib. ¿Se tortura todos los días? ¿Sistemáticamente? El mero hecho de enunciar en voz alta tal interrogante pone en evidencia la endeblez, la debilidad de la «democracia española». Es muy difícil aportar evidencias de que la tortura es una práctica sistemática, pero lo que plantea definitivamente menos problemas probatorios es que el tormento es una práctica sostenida en el tiempo. A la hora de hacer diagnóstico sobre las vulneraciones de derechos de las personas detenidas es del todo innegable que a lo largo de las últimas tres décadas se han acumulado sucesos de la suficiente gravedad como para que se pueda constatar que estamos ante un problema estructural, firmemente anclado en las tripas de un sistema que no quiso o no supo hacer la catarsis que se precisaba a la salida del franquismo. Desde entonces, hemos asistido a la detención de unas diez mil personas en nuestro país, de las cuáles no menos de siete mil han denunciado que han sufrido durante su estancia en dependencias policiales un trato que contradice los compromisos asumidos por el Estado español a través de la firma de protocolos de defensa de derechos humanos y de prevención de la tortura.

Eficacia policial, ineficacia política

Lo ocurrido con Igor Portu y Mattin Sarasola cumple escrupulosamente con los objetivos que se fijan la clase gubernamental española y los servicios policiales en materia de «eficacia en la lucha contra el terrorismo». Así se desprende del hecho de que, con el propósito de apocar el eco y la alarma social que genera el que una persona detenida ingrese en la UCI con un pulmón perforado, una costilla rota y múltiples contusiones en todo el cuerpo, el ministro Rubalcaba ponga sobre el tapete que todo vale con tal de obtener resultados. Exactamente ésa es la significación de su imputación a los dos detenidos del atentado llevado a cabo por ETA en la T-4, incluso antes de que comparecieran ante el juez. Por entendernos: «para pescar peces, hay que mojarse el culo». O lo que es lo mismo, atrapar a «los malos» exige dejar algunos escrúpulos de lado. Esa es la dimensión real de la filtración del titular de Interior del Gobierno del PSOE. Y es posible que esa filosofía que tan bien verbaliza Bono impregne a amplias capas de la sociedad española; como también es posible que buena parte de la clase política de Euskal Herria comparta en su fuero interno ese principio, aunque le resulten abruptas las formas con que se expresa. Y es que, la existencia de evidencias de malos tratos en las comisarías perturba su guión político en defensa de los derechos humanos.

En todo caso, y frente a la tentación de enredar a la sociedad en debates estériles sobre lo excepcional o habitual de la tortura, o sobre si el estado de derecho funcionará esta vez -este periódico lleva hoy a sus primeras páginas que 33 policías y guardias civiles condenados en firme por torturas han sido indultados desde la década de los 90-, lo que cabe preguntarse es sobre el por qué de la ineficacia política para acabar con la impunidad. Sin duda, una situación que aparece, año va año viene, en informes de organismos vascos especializados y de entidades internacionales merecería no ya la queja sino la actuación decidida de todos los agentes políticos, se situén éstos en el ámbito ideológico -y geográfico- en que se sitúen. Dicho esto, salta a la vista que el motor de ese compromiso para proteger de forma eficaz a los ciudadanos de la violencia de estado debe partir de las instituciones que existen en nuestro país.

Si la legislación antiterrorista menoscaba los derechos de las personas detenidas, el régimen de incomunicación es una puerta abierta a la amenaza para la integridad física y psicológica de esas mismas personas. El diagnóstico no se asienta en exclusiva sobre una larga experiencia de sufrimiento sino sobre la letra de decenas de informes procedentes de organismos cuya palabra es considerada relevante cuando se trata de denostar las prácticas de los marines estadounidenses y los soldados británicos en los centros de detención de Irak.

A la sociedad vasca no le bastan ya ni las declaraciones altisonantes ni las protocolarias peticiones de explicaciones. Necesita que sus dirigentes rompan amarras, declinen acuerdos, eviten alzar la copa junto a quienes están dispuestos a usar la fuerza de forma sistemática y en todos sus niveles contra los independentistas vascos.

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