Análisis | tras las denuncias de portu y sarasola
Psicología de la tortura
La tortura y los ritos religiosos compiten por el título de los oficios más antiguos del mundo, según señala el autor del artículo, que aconseja «vigilar muy especialmente a los protagonistas de oficios que tengan que ver con el orden social concebido como una energía encaminada a mantener el poder, con titulares siempre tentados por la degradante manipulación de cuerpos y espíritus».
Antonio ÁLVAREZ-SOLÍS
Suele decirse que el oficio más antiguo del mundo es la prostitución. Con la historia en la mano esta aseveración no parece reunir notas de certeza. Por el contrario, existen dos actividades que seguramente han aparecido sobre la faz de la tierra al mismo tiempo que el ser humano ya consciente: los cultos religiosos y la tortura. Curiosamente ambos ejercicios no dejan de sugerir ciertas relaciones muy complejas que no son del caso examinar ahora. Dediquemos, pues, el análisis a la tortura.
Primera afirmación, que está apoyada en una doctrina psicoanalítica muy común desde los tiempos de Freud: la tortura no está encaminada a la eliminación física del adversario sino a su destrucción moral. No se trata de exterminar el crimen sino de gratificar la propia criminalidad. Un torturador es, en resumen, un individuo que se propone superar su ineptitud vital y el rencor correspondiente mediante la creación de un despojo humano que le conceda cierta preeminencia en el escalafón de la vida elemental. Dada esta realidad cabe vigilar muy especialmente a los protagonistas de oficios que tengan que ver con el orden social concebido como una energía encaminada a mantener el poder, con titulares siempre tentados por la degradante manipulación de cuerpos y espíritus. La lucha constante en la ciénaga crea zonas oscuras y degradadas aristocracias..
Segunda afirmación respecto a la tortura: su práctica no afecta solamente al hecho singular sino que contamina a toda la estructura social de gobierno, a la que torna infame. La alegación de su excepcionalidad se usa muy frecuentemente para desmentir lo que acabo de escribir. Suele aducirse que el torturador es un sujeto degradado al que no ampara el llamado Estado de derecho, por ejemplo. Pero lo cierto es que la necesaria y fundamental responsabilidad moral del Estado así como su obligación de vigilancia le convierten en protagonista al menos pasivo -sospechosamente pasivo- de todos los sucesos de tortura que se practican con reiteración por quienes dependen directamente de lo estatal. Parece adecuado recordar en este momento la frase de Cristo en que recomienda que si tu mano te compromete debes cortarla. No es vano tampoco subrayar que el comportamiento cristiano ha de ser integral y no limitarse al prodigado cinismo litúrgico.
Tercera afirmación respecto a la tortura: su verificación produce el agusanamiento del Estado de Derecho, que no puede ya alzar su voz sobre la salud pública con esta carcoma mortal en su corazón. Un solo acto de tortura invalida totalmente al Estado como depositario de la justicia distributiva, que es la consagrada a dar a cada uno lo suyo. Como es obvio, lo que acabo de decir no tiene validez alguna si ese Estado hace caer todo el peso de la ley, revestida en este caso como norma ejemplar, sobre el torturador, al que debe penarse con dureza, llegando incluso a invalidar o suprimir el marco en que actuara ese repugnante sujeto, si ese marco alojara torturadores en número constatable. Un cuerpo del Estado o una institución estatal que contenga o llegue a amparar a torturadores ha de merecer el desprecio del gobernante, que ha de dar, por consiguiente, la rotunda prueba que asegure su buena voluntad correctiva. Si el torturador no es penado severamente o recibe cubrimiento político el Estado se convierte en instrumento del mal, lo que supone el mayor daño que cabe inferir a la comunidad social, pues hace que los ciudadanos pierdan la única referencia majestuosa que cabe reclamar siempre del poder público.
La honestidad pública es el oxígeno que protege la respiración de todos, el agua que calma la sed de todos y quien permite que se emponzoñen ese aire o ese caudal abre la puerta a la peor arma de los genocidios, que es la justicia envenenada. Ahí no valen bendiciones litúrgicas ni siquiera el argumento de la paridad del mal entre los presuntos delincuentes acusados por el poder y la delincuencia del poder mediante la trágica actuación de la tortura. Esta última observación, que hago como cristiano y hombre libre, debiera merecer al menos una modesta reflexión por parte del Sr. Bono cuando distingue entre la muerte de los `nuestros´ y la de los `suyos´. Hablar así sólo es propio de quien está sumido en una profunda y peligrosa vanidad o ha caído ya en un narcisismo con un preocupante y posible perfil clínico.
Cuarta observación sobre la tortura: la tortura es un acto de guerra que quebranta todas las convenciones ideadas para defender al adversario o al combatiente, sea del carácter que sea. Estas convenciones, en primer lugar la histórica de Ginebra, tiene por objeto no sólo proteger al vencido sino robustecer la honestidad en el vencedor. El rechazo moral a la tortura que pueda sufrir el capturado también vale, y por motivos aún más graves, para el captor. Al fin y al cabo los acuerdos de protección al que ya no puede reaccionar, herir o injuriar pretenden administrar la ponderación que ha de reclamarse al que maneja su victoria a fin de no convertirla en un acto de miserable violencia, de rencor despreciable o de impotencia peligrosa.
Acerca de esta última observación no es arriesgado asegurar que la utilización de la tortura expresa dos cosas verdaderamente destructivas de la convivencia: el miedo del torturador a perder su cuota de dominio y su desprecio a toda la sociedad, de la que siempre espera un juicio acerbo, como siempre que se procede con abuso de poder, así como transparenta dicha tortura la carencia de la más elemental razón para protagonizar el gobierno y cuidado de la colectividad social.
La crisis de valores que caracterizan a nuestra época, y que solamente puede superarse con la instauración de una nueva sociedad, en nada se revela con tanta intensidad como en estos acontecimientos de tortura practicada con la agravante de exceso de poder, abuso de fuerza y dislocación de los principios elementales del Derecho. Una inmensa melancolía impregna a la humanidad ciertamente tal con la constatación de la tortura ejercida en el marco de los Estados que ejercen hoy la supuesta tutela del mundo. Se tortura por todas las Administraciones, en todos los lugares y cualquier hora. La que debiera ser noble acción penal o correctora se ha convertido en un ejercicio de destrucción del otro al que ya no se sabe cómo hacer oposición.
Pero hay más y ese más corresponde a la constatación de que los más significativos valores atribuídos hasta ahora a instituciones como las iglesias o los tribunales están siendo puestos en berlina por las fuerzas encargadas no del orden sino de la represión. Los torturadores torturan ahora no en el marco de una libertad salvaje o tribal sino como servidores de la paz o de la seguridad común. Incluso la guerra ha dejado de ser una acción propia de combatientes -y de cuya moral cabe decir también muchas cosas y establecer otras tantas salvedades- para convertirse en un ejercicio de tortura colectiva sobre pueblos indefensos y llevados a su cruel presente desde despachos donde se fabrica la gran y proterva doctrina de los que dirigen la existencia del pueblo.
La ruindad del paisaje político parece increíble a no ser que se penetre profundamente en él y se llegue al conocimiento detallado de lo que se está haciendo, lo que no está siempre al alcance del ciudadano del común.
Las izquierdas y las derechas, al menos las que se reclaman de tal distinción, han llegado a la vergonzosa exculpación de estos procedimientos brutales tanto sea por medio de su negación escandalosa, ya como recurso inevitable para proteger al mundo. Pero al poner este colofón uno se pregunta de qué mundo hablamos o qué mundo se quiere proteger. Y ahí entra en juego la mayor de las torturas, porque se ejerce sobre toda la sociedad, que es la que destruye la razón colectiva esterilizando al ser humano para encender todas las mañanas la lámpara de la necesaria crítica.
Un torturador es un individuo que se propone superar su ineptitud vital y el rencor correspondiente mediante la creación de un despojo humano que le conceda preeminencia en el escalafón de la vida elemental.
La práctica de la tortura no afecta sólo al hecho singular sino que contamina a toda la estructura social de gobierno. La alegación de su excepcionalidad se usa muy frecuentemente para desmentir tal hecho.
Si el torturador no es penado severamente y recibe cubrimiento político, el Estado se convierte en instrumento del mal, lo que supone el mayor daño que cabe inferir a la comunidad social.
Los torturadores torturan ahora como servidores de la paz o de la seguridad común. La guerra ha dejado de ser una acción propia de combatientes para convertirse en ejercicio de tortura colectiva sobre pueblos indefesos.