José Luis Orella Unzué Catedrático senior de Universidad
Respeto a los signos y símbolos
Todos los pueblos tienen sus signos de expresión y sus símbolos de representación, su lengua, su literatura, su derecho, sus banderas, sus escudos, sus «totems», sus cantos y su folklore. Todas las civilizaciones y generaciones se distinguen por sus formas de vestir, la manera de llevar su cabello y barba y, por supuesto, por sus cánones de belleza, y su sentido de la moralidad. Todos estos signos y símbolos manifiestan ante los demás pueblos su personalidad y acotan el espacio de expresión de la propia idiosincrasia.
La práctica que ejercen los políticos es distinta según el nivel cultural y la maduración de los respectivos pueblos. Veamos dos ejemplos contrastados. En la transición desde el franquismo a la democracia, los guipuzcoanos nos encontramos con un escudo tradicional (que aún pervive en los pilones del puente de Santa Catalina donostiarra) en el que estaban representados en cada uno de los cuarteles: un rey coronado, los doce cañones que le donó a la provincia y en otro tiempo reino de Gipuzkoa la reina de Castilla Juana la loca, y los tres tejos. La marea iconoclasta y purificadora ofuscó a los políticos del momento con un talante antidemocrático y suprimieron los dos cuarteles superiores dejando reducido el escudo a un insulso campo decrépito y sin simbolismo en el que florecen los tres tejos.
Otro ejemplo contrastado. En uno de mis viajes y desde Viena estuve por primera vez en Praga antes de 1968, año en el que el eslovaco Alexander Dubãek (ver en www.wikipedia.org Alexander Dubãek) implantó una democracia plena, liberal y humana, hecho que se conoce como la Primavera de Praga (consultar de nuevo en «Wikipedia»). El bloque comunista no soportó este cambio y las tropas del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia, poniendo fin a estas reformas. La opresión retornó a Checoslovaquia y permaneció allí durante los siguientes 20 años, conocidos como época de normalización. Después de este lapso he tenido la oportunidad de volver otra vez a Praga. Pues bien, ni en los años anteriores a la Primavera de Praga ni en los posteriores denominados como la Revolución de Terciopelo, la ciudad cambió los signos y los símbolos tradicionales cristianos heredados de la historia medieval y moderna. En efecto, el comunismo durante las décadas de su dominio no manipuló ni el castillo ni la catedral. El puente de piedra Karluv, uno de los más bellos de Europa construido en 1357 durante el reinado de Carlos IV, pudo conservar las 30 estatuas barrocas de héroes y santos católicos, que fueron añadidas a principios del siglo XVIII. Ninguno de estos símbolos del cristianismo como la estatua de San Francisco Javier fue destruido. En la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria sigue estando el Niño Jesús de Praga, traído desde España a mediados del siglo XVI, que a ninguna autoridad comunista se le pasó por la cabeza arruinar.
Y ahora en la pomposa democracia española propulsora de la alianza de civilizaciones desde diciembre del 2007 ha aprobado la Ley de la Memoria Histórica que manda revisar los signos y suprimir los símbolos del franquismo. Pues bien, este resbalón antitolerante y este mandato antihistórico no se justifica en la necesaria satisfacción debida a las víctimas de la dictadura.
Ciertamente que por ahora no me molesta el Sagrado Corazón de Jesús del monte Urgull, ni las campanas de las iglesias católicas que anuncian la celebración de la santa misa, si junto a ellas pudieran los islamitas ser alertados por la voz del «almuacin» desde los minaretes cuando llama con su potente voz a la plegaria. En Suiza por ejemplo sólo existen dos mezquitas con su minarete propio, una en Zúrich (desde 1963) y otra en Ginebra (desde 1978). En Guipúzcoa existen varias mezquitas pero ninguna de ellas tiene minarete ni almuacín.
Igualmente no me molestan las tocas de las monjas, las sotanas y los hábitos de los canónigos y de los frailes, como tampoco el que la niña Shaima Saidani pueda cubrirse la cabeza con el «hiyab» aun cuando estuvo varios días castigada sin asistir a clase porque el centro le prohibía cubrirse la cabeza. ¿Por qué me va a molestar que un edificio que fue construido en el franquismo conserve la placa adornada por el yugo y las flechas y el nombre del Instituto Nacional de la Vivienda? ¿Por qué me va a molestar que a la entrada de la iglesia donde veraneo exista una placa de mármol con los nombres de los caídos por Dios y por España?
Cada época tiene sus rastros literarios, antropológicos, culturales y sociales que no deben ser suprimidos. Cada generación debe tener suficiente imaginación para realizar los suyos. ¿Tendremos, acaso, que expoliar los archivos, destruir la literatura de una época, los monumentos de una etapa del pasado y aun la memoria de que tales concretas familias colaboraron con el anterior régimen de Franco?
Los historiadores, los antropólogos y, en general, todos los hombres que vivimos en sociedad, debemos conservar los signos y símbolos de la república o del franquismo con la misma pasión que conservamos los dólmenes, las cuevas prehistóricas o los monumentos de los romanos, de los visigodos o de los árabes que en un época concreta tuvieron el poder e implantaron una cultura que ha sido asumida en la historia.