FLOREN AOIZ ESCRITOR
Me parece oír gritar ¡viva Weyler!, ¡viva Cuba española!
Cuba, año 1878. Ya había prendido la llama de la insurrección independentista tras muchos años de insensibilidad y arrogancia de la metrópoli. Sin embargo, había problemas y divisiones en las filas de los alzados en armas y la correlación de fuerzas militares era favorable a los colonialistas españoles, que lograron imponer una salida que cerraba las puertas a la independencia de la isla. Se llegó a un acuerdo conocido como la Paz del Zanjón, en el que los rebeldes capitulaban, renunciaban a la independencia, aceptaban la autoridad española sobre la isla y la libertad para los esclavos se limitaba a los combatientes. Muchos creyeron ver finiquitado el independentismo cubano: la paz parecía haberse logrado sin pagar «precio político».
Nada más lejos de la realidad. 20 años más tarde Cuba se sacudía el yugo español, y el otrora invencible imperio recibía un varapalo tan formidable que todavía hoy se conoce como «El Desastre del 98». La Paz del Zanjón no logró sus objetivos. Ni siquiera la claudicación de una parte del movimiento rebelde impidió que renaciera y tomara nuevos bríos el sueño de libertad de la Isla. No fueron, digan lo que digan los historiadores españolistas, ni las enfermedades, ni el clima, ni la intervención de los EEUU al final de la guerra las razones del desenlace. Lo determinante fue la decisión de los cubanos de ser libres. Una determinación en la que pesaron mucho los errores, abusos y horripilantes crímenes de guerra cometidos por los españoles.
Cuando vio que la Paz del Zanjón ni era paz ni era nada, el Gobierno de Madrid envió a Cuba a Weyler, un precursor de la moderna guerra de exterminio, que se aplicó a fondo creando campos de concentración, prohibiendo la zafra y ejecutando el desplazamiento forzado masivo de campesinos. En cierta ocasión, un alcalde le hizo ver que las poblaciones desplazadas sufrían hambre. Y él, entonces, contestó: «Dice usted que los reconcentrados mueren de hambre, pues precisamente para eso hice la reconcentración».
Hubo, claro está, quien celebró los éxitos de esta estrategia, y juzgó inminente el final del movimiento independentista. Todo valía para acabar con el «terrorismo» de los insurgentes. Creían que aquellas atrocidades dejarían sin agua al pez rebelde, pero en realidad, los crímenes -ejecutados por Weyler siguiendo órdenes del Gobierno español, no lo olvidemos- no sólo no sirvieron para frenar al independentismo, sino que contribuyeron a hacerlo tan fuerte que terminó por vencer.
Significativamente, quien aconsejó que se enviara a Cuba a Weyler fue su antecesor, Martínez Campos, al que se atribuye un talante conciliador. El propuso que se hiciera una guerra de exterminio, y se hizo. Era el mismo que auspiciara años antes la Paz del Zanjón. Guerra total y operaciones liquidacionistas no eran, por tanto, sino las dos caras de la misma moneda: todo menos aceptar que Cuba fuera independiente. Como dijera Cánovas en 1896: «Es una guerra de conservación de nuestro territorio, es una guerra de integridad de la Patria».
Por aquellos años, mientras los campesinos cubanos eran masacrados por el Ejército español, una periodista y escritora española, Eva Canel, escribía desde Cuba lo siguiente: «Cubanas son las mujeres que en La Habana obsequian a nuestros soldados con entusiasmo arrojándoles flores y palomas, y gritando: ¡viva Weyler!, ¡viva Cuba española!, formando así contraste con aquellas que, titulándose `hijas de Cuba', recogen dinero que se emplea en la dinamita que sirve para destruir la riqueza del suelo donde nacieron y para volar trenes llenos de mujeres y niños...».
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con las medidas represivas contra ANV, EHAK y la izquierda independentista vasca en general? Para quien no quiera verlo, nada, por supuesto. Para quien prefiera abrir los ojos, una invitación a no dejarse atrapar por el marketing represivo.
Las medidas que se están adoptando contra el independentismo vasco desde diferentes frentes han arrojado al suelo y pisoteado el escenario de cartón piedra del estado de derecho. Han quemado a Montesquieu en la hoguera de las furias inquisitoriales desatadas, y nada importan ya las formas. ¿División de poderes? ¿Igualdad ante la ley? ¿Presunción de inocencia? ¿Libertad de expresión? Por favor, basta ya de ingenuidad. Esto es el Reino de España y el jefe del estado fue designado por Francisco Franco, que llegó al poder tras un golpe de estado fallido que desencadenó un baño de sangre gracias a la ayuda de Hitler y Musolini. Basta con escarbar un poco, y bajo la falacia del patriotismo constitucional brillan yugos y flechas, cabalgan Pelayo y el Cid y se proyecta la una grande y libre. Todo ello bajo la bendición de Santiago Matamoros o la Conferencia Episcopal, que no es lo mismo pero es igual.
A ningún demócrata le puede extrañar que un estado que no ha encausado ni a una sola persona por los crímenes de una dictadura de cuarenta años, persiga con esta saña a los independentistas vascos. Es lógico. Si los jueces españoles persiguieran a los que fueron parte del aparato del estado franquista, ¡tendrían que perseguirse a sí mismos o a sus compañeros, a policías, militares y políticos!
¿Cómo van a escandalizarse ante la caza del independentista vasco quienes tragaron con la asombrosa metamorfosis del franquismo en monarquía parlamentaria? Si la transición postfranquista fue modélica, si el en su día secretario general del Movimiento Adolfo Suárez es el paradigma del demócrata, si Fraga es un entrañable político maduro, si los GAL fueron cosa de unos pocos policías y políticos corruptos, ¿quién a va rasgarse las vestiduras por la ilegalización de un partido ya demonizado por los grandes medios de comunicación y la clase política?
Yo no perdería el tiempo esperando gestos de dignidad por parte de los cómplices de esta sinrazón. Creo más conveniente analizar las razones de esta nueva escalada represiva y centrarnos en la cuestión de su eficacia. Estoy convencido de que este es el barrizal en el que se va a hundir.
La maquinaria represiva golpea y anuncia nuevos empentones porque como en Cuba, aquí no ha funcionado la Paz del Zanjón. Lo hace porque no ha colado y el Gobierno de Rodríguez Espartero, perdón, Zapatero, no ha logrado envolver en su abrazo del oso a la izquierda abertzale. Porque no ha sido capaz de hipnotizarla con unas cuantas promesas indefinidas sin compromiso alguno. Al presidente del Gobierno español no lo van a nombrar Duque de la Victoria. La gloria se le ha escapado de entre las manos.
Volvamos otra vez a la Cuba del siglo XIX. No todos los independentistas aceptaron de buen grado la Paz del Zanjón. Uno de ellos, Antonio Maceo, llegó a reunirse con Martínez Campos, que pretendía lograr que desistiera y se sumara al pacto. Maceo fue muy claro: «No estamos de acuerdo con lo pactado en el Zanjón; no creemos que las condiciones allí estipuladas justifiquen la rendición después del rudo batallar por una idea durante diez años y deseo evitarle la molestia de que continúe sus explicaciones porque aquí no se aceptan». Ante esta firmeza, Martínez Campos, bastante enojado, le preguntó: «Entonces, ¿no nos entendemos?», y Maceo respondió: «¡No, no nos entendemos!». Pronto se cumplirán 130 años de aquel encuentro, y todavía en Cuba se recuerda la frase. Aquello se conoce como la Protesta de Baraguá, Maceo es uno de los héroes de la independencia, y nadie grita ¡viva Cuba española!
O quizás sí. Cuando escucho las noticias sobre suspensiones, ilegalizaciones, prohibiciones, detenciones, encarcelamientos y nuevas amenazas, siento que todas estas medidas, que pretenden aparentar la fortaleza del Estado español, suenan a vivas a la Cuba española. Creerán estar inventando la fórmula definitiva para acabar con el independentismo vasco, seguro, porque lo han creído todos los que embarrancaron en los mismos arrecifes antes que ellos, pero se repiten sin originalidad.
Ahora, como en aquella Cuba, y volviendo sobre las palabras de Cánovas del Castillo, está sobre la mesa la integridad de lo que los nacionalistas españoles llaman su patria. Que incluía a Cuba hace 130 años. O, como decía la Constitución de Cádiz de 1812, era «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Pero no se puede encerrar a la fuerza eternamente a un pueblo en un estado que le niega el derecho a ser y decidir. Los imperios nacen y mueren, y el español hace mucho que ha quedado reducido a una mínima parte de lo que un día fue.
Se ha perdido una magnífica ocasión para encarrilar este conflicto por vías pacíficas y democráticas. Lo que pudo ser un proceso resolutivo que trajera la paz ha sido un fiasco decepcionante. Pero cuando una puerta se cierra quienes quieren soluciones buscan el modo de abrir otras. Y la sociedad vasca las encontrará y las abrirá. Seguro.