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ANáLISIS demanda de un obispo vasco para baiona

«La lengua vasca, guardiana del alma del país»

La cercana retirada de Monseñor Molères ha provocado que se reavive el debate sobre la diócesis vasca, en particular, en relación a la demanda de que el sucesor del actual obispo de Baiona sea vasco o al menos hable euskara. La iniciativa de Fededunak es analizada en este artículo aparecido en la publicación “Ager”.

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Jean-Marc BOUCON Director de la ONG “Giltzarri”

Detrás del título que tomo prestado a Roland Moreau (distinguido por la Academia de las Ciencias, Artes y Bellas Artes de Burdeos) se esconde una cuestión recurrente en la historia de nuestra diócesis, a saber, el reconocimiento de la devoción de los vascos como un verdadero particularismo cultural e identitario ligado a nuestro pueblo.

La dimisión anunciada por Monseñor Molères, a punto de alcanzar la edad límite de 75 años, vuelve a situar esta cuestión bajo el foco de la actualidad, máxime cuando a iniciativa de la asociación Fededunak circula actualmente por nuestros hogares una petición para solicitar al Papa el nombramiento de un obispo vasco para la diócesis de Baiona.

Una cuestión que está planteada desde época de Monseñor Jean d’Olce, último obispo vasco de la diócesis de Baiona. Originario de Iholdi, donde se puede visitar hoy su casa natal (el castillo de Olce), Monseñor d'Olce bendijo el 3 de junio de 1660 el matrimonio de Louis XVI en la Iglesia de San Juan de Luz. Anteriormente, ejerció sus funciones en Boulogne (1633) y Agde (1643), antes de ser nombrado ese mismo año para la diócesis de Baiona, en un País Vasco que durante muchos años aportó numerosas vocaciones a la Iglesia católica.

La Iglesia y el movimiento nacionalista. En sus trabajos de investigación, Xabier Itçaina (investigador en ciencias políticas en el CNRS) revela que, entre otros, en los años 1963, 1985 y 1997 se llevaron a cabo diversas campañas para solicitar «la partición de la diócesis vasco-bearnesa y/o el nombramiento de un obispo vasco, vascoparlante o sensible a la problemática vasca».

Ya en 1837, el obispo de Baiona Monseñor d’Arbou, enfermo, presentó al rey su dimisión en los siguientes términos: «Los habitantes de los Bajos Pirineos están divididos en dos pueblos diferenciados tanto por sus usos y costumbres como por su lengua. No tengo temor en afirmar a vuestra Majestad que una prudencia y circunspección ordinarias no bastan a un obispo en Baiona para prevenir graves consecuencias y asegurar el éxito de su administración».

Poco menos de dos siglos después, las «costumbres» y los «usos» se han igualado, mientras que la lengua francesa ha borrado en gran medida la diferencia lingüística entre vascos y bearneses. Esta evolución da la razón al canónigo Saulue, que en 1957 dibujaba la diócesis de Baiona al nuevo obispo con estas palabras: «Monseñor, vuestra diócesis es muy diversa: costa, montaña, valles, culturas, industrias, habitantes, lengua, ciudades, campo, recursos... Pero todo eso, Monseñor, no divide a vuestra diócesis, todo eso la integra».

Lo que es evidente es que la reivindicación de una partición de la diócesis o el nombramiento de un obispo euskaldun no puede ser sostenida hoy exclusivamente en base al argumento lingüístico.

Ciertamente, en el País Vasco, como en el conjunto de Francia, el clero es un reflejo bastante fiel de una sociedad local en el seno de la cual la Iglesia recluta a sus representantes. Y como la jerarquía no es «toda» la Iglesia, es normal que nos encontremos entre el clero con militantes culturales e incluso con simpatizantes de la causa nacionalista. Sin embargo, en su gran mayoría, el movimiento nacionalista opta por guardar distancias con una sociedad que juzga demasiado tradicionalista y no suficientemente progresista. La implantación de la izquierda abertzale cambia toda la retórica nacionalista en Iparralde.

Actualmente, Iglesia y movimiento nacionalista tratan de responder cada cual por su lado a sus propios retos.  Desde el punto de vista territorial, la Iglesia intenta «pegarse» a la repartición administrativa francesa, y parece poco probable que la partición de la diócesis pueda preceder a la del actual departamento.

La época no tan lejana en que el euskara servía para evangelizar el País Vasco». En 1900, el 90% de los habitantes del País Vasco hablaban euskara. No era de extrañar, por tanto, que en una sociedad considerada tan piadosa, la literatura espiritual en lengua vasca fuera tan prolífica: en su obra, Roland Moreau recopila algunos de los títulos y de los grandes autores de la época, significando que la prosa católica vasca conoció su edad de oro a partir de 1880: «En Euskal Herria es de destacar que la literatura religiosa en francés era irrelevante: ni un solo sacerdote vasco ha escrito en ese siglo ni un libro de teología, de liturgia o de espiritualidad en francés en el cuadro de la diócesis».

Al mismo tiempo, ya sean traducciones o producciones originales, las obras en lengua vasca se multiplican: biografías, libros de misa, libros de canto, paraliturgias, manuales de peregrinación, libros de preparación. La prensa periódica juega, igualmente, un papel destacado, con revistas hoy desaparecidas como ‘‘San Frantses’’, del padre Eusèbe; ‘‘Etchea’’, fundada por el canónigo Narbaitz; ‘‘Gazte’’, creada por el abad Idieder; o ‘‘Panpin’’, del padre Camino. En relación a estos tres últimos títulos, Roland Moreau escribe: «Bajo un formato muy popular y agradable, estas revistas tendían a la preparación práctica de las almas para la vida cristiana. Adaptaban para las zonas rurales las campañas previstas por las distintas ramas de la acción católica».

Y cómo no hablar de “Herria”  (fundada en 1944 por el canónigo Pierre Lafitte) y de su antecesora “Eskualduna” (1887, diputado Louis Etcheverry), que durante años difundieron la palabra del evangelio a la luz de los acontecimientos de la actualidad.

La Iglesia debe tomar parte en el gran movimiento en favor de nuestra lengua». Es el grito del corazón, o quizás del alma, el que impulsa en la actualidad a la asociación católica Fededunak: «Heredera del mensaje de Pentecostés y del milagro de las lenguas, la Iglesia tiene vocación de inscribirse en ese movimiento».

En cosa de un siglo, el euskara ha perdido efectivamente un terreno considerable, y su práctica se ha visto en buena parte confinada al ámbito privado y familiar. Al no ser ya el euskara la lengua principal de comunicación, el numero de sus hablantes, o incluso de quienes simplemente la entienden, ha disminuido de manera importante, con lo que su utilización no se impone como antes en nuestras iglesias, máxime cuando éstas se enfrentan hoy a problemas más «universales» que afectan al conjunto de la Iglesia católica en Francia y en Europa (asistencia de fieles, crisis de vocaciones.....).

En ocasiones de uso folklórico o cuanto menos anecdótico en la costa, y todavía central en algunas parroquias del interior, sea cual sea el lugar que ocupa el euskara en nuestras iglesias, lo que debe admitirse es que la iglesia sigue siendo el único espacio «público» en Iparralde que ofrece a la lengua vasca un auténtico espacio de expresión oral regular (a parte de los medios de comunicación).

Esta visión de la Iglesia como uno de los últimos bastiones del euskara en Iparralde no es para nada exagerada, y lo que está con ello en juego desborda en todo caso el cuadro cultural o lingüístico. Mas allá de la preocupación de la labor de evangelización a la que la lengua vasca no hace, en aparencia, más que una modesta contribución.

 

El canónigo Narbaitz afirmaba: «Hay que salvar la lengua vasca ya que es a través de ella como salvaremos el alma vasca». La Iglesia, la muralla del euskara; y el euskara, baluarte de la fe en Euskal Herria. Aparece ahí una santa dependencia que sólo un obispo vasco podría entender adecuadamente. Por supuesto, no vamos a hacer creer al Papa que con ello vaya a cambiar gran cosa la afluencia a nuestras iglesias, pero la toma en consideración de esta reivindicación por la jerarquía católica sería percibida a ojos de todos, incluso quizás de los abertzales más laicos, como el reconocimiento de que nuestra fe y nuestra piedad son parte integrante del particularismo identitario del pueblo vasco.

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