Antonio Alvarez-Solís periodista
La hora del corredor de fondo
Es muy difícil hoy vivir con libertad los procesos del pensamiento. ¿Cómo puede la mente administrar y enriquecer esa libertad cuando las ideas son convertidas en crimen? Riesgo grave. No es infrecuente, y los vascos lo saben, que la mente libre sufra persecución por la justicia. La transición no enterró a Franco y la indignidad circula por la red arterial del poder. Quien no participa del sistema ha de vivir en la soledad del corredor de fondo. Un corredor que hace su travesía no sólo acuciado por las instituciones, sino rodeado de espectadores que tantas veces no se implican en su carrera. Espectadores que han renunciado a la batalla por los grandes principios humanos; es más, gentes que en muchos casos denuestan al corredor por hacerles patente su pasividad.
Es obvio que la batalla por una nueva sociedad presupone adversidades de toda índole. Ser libre resulta ahora deletéreo. Pero ¿qué es el ser humano sin su aventura? Una parte sustancial de la ciudadanía vive en silencio su opresión o sus necesidades; ha llegado incluso a cultivar esa ciudadanía un espíritu de culpabilidad antes que denunciar sus servidumbres espirituales o materiales. Es una época de autopunición, cuando no se proponen alianzas entre los depredadores y quienes son depredados. En el fondo creo observar algo de todo ello en Euskadi por parte de personalidades que hablan de la torpeza del abertzalismo de izquierda al rechazar éste absurdas renuncias a fin de no construir un empobrecedor entendimiento.
Pero entendimiento ¿de qué y para qué? Algo tan sencillo como solicitar una consulta sobre el futuro de una nación es convertido en una sugestión terrorista. O algo tan lícito como reclamar la independencia conlleva el ostracismo o la cárcel tras ser expuestas vidriosas razones para convertir esa reclamación en una perversa criminalidad. El Derecho Penal se ha tornado analógico y extensivo quemando dos largos siglos de batalla por recortar las imputaciones criminales para reducirlas prudente y justamente a quienes cometen materialmente la trasgresión. Se ha regresado, entre otras regresiones, a los jueces reales, encargados de juzgar intenciones políticas o morales -con el derecho del señor- y a la policía personalista. Es más ¿hasta dónde llega el concepto de crimen en nuestros días?
Cuando se trata de actividades en torno a la cosa pública, a la necesaria libertad de pensamiento y a la opresión autocrática es muy difícil establecer una frontera nítida entre crimen y defensa, entre terrorismo y guerra. Cuando las instituciones se convierten en un poder sin ventanas y actúan como reserva intocable de un ideario sacralizado es difícil decidir quiénes son protagonistas de la agresión. Más aún: parece claro que el criterio para definir la criminalidad ha de basarse en la capacidad de libertad y democracia que tenga cada una de las partes contendientes. A menos democracia, más injusta coacción institucional, que se transforma así en violencia; a menos libertad, más justicia parece albergar la respuesta contundente nacida en el territorio asfixiado de la ciudadanía.
¿Quién con la mano sobre el corazón se decantaría por concebir como justa la acción norteamericana en Irak? ¿Quién condenaría como monstruoso terrorismo la sangrienta y dolorosa acción combatiente de las organizaciones ilegales? Para aclarar autorías y depurar responsabilidades sería bueno retornar al principio forense que determinaba la imputación criminal en tiempos de la revolución burguesa: el que es causa de la causa es causa del mal causado. Conlleva graves meditaciones comprobar que los cuidados y reservas que estableció la revolución burguesa resulten hoy tan avanzados.
Hay algo que preocupa extraordinariamente al honrado observador de la dura acción institucional frente al abertzalismo izquierdista: la delegación de poder por parte del Gobierno en la función judicial, que no Poder judicial. Un Gobierno ideológicamente fuerte ha de asumir estas situaciones como sustancia de su acción gubernamental, como problema propio de la actividad negociadora o, en caso extremo, como responsabilidad radical propia con todas sus consecuencia y derivaciones, pero jamás debe recurrir ese Gobierno a unos funcionarios togados para que le hagan el trabajo sucio de decapitar la democracia y la libertad. El Gobierno que recurre a tales delegaciones se invalida absolutamente como gestor de la actividad política, que es su máxima competencia. Y, de paso, contamina irremediable y letalmente la función judicial. Todavía más: un Gobierno incapaz de afrontar por sí mismo las decisiones que crea ha de tomar, con todo su problemático resultado electoral, conduce a la ciudadanía hacia una quiebra muy peligrosa de la paz. El Gobierno no puede proceder, sin más, a una invención de criminalidad sin quemar la confianza que los ciudadanos han de tener en él.
En el caso del Gobierno del Sr. Zapatero parece detectarse algo dramático: el temor al pacto con el Partido Popular, que propone una brutal acción recesiva mediante leyes evidentemente inmorales y prevaricadoras, y a la vez la incapacidad para conducir por sí mismo y a vena abierta la situación vasca. Dos temores escandalosos, una doble impotencia descalificadora y una doble faz absolutamente elemental. El tiempo del Sr. Zapatero pasará a la historia como una época de tetanización de los conflictos. El Sr. Zapatero, con su escandalosa carencia de ingenio político, ha querido hacer la imposible sustitución de la guerra abierta de los «populares» por su insidiosa guerra de guerrillas.
Por analizar queda una segunda parte de esta indecente cuestión: la que se refiere a los vascos que entrenadan las aguas. Ahí se ha de ser sumamente prudente para no clausurar un camino posible a la reunión, al menos temporal, de las fuerzas nacionalistas vascas durante un tiempo de transición. Por tanto, procuremos esa prudencia. Pero quienes califican de inconveniente, con distingos más o menos sutiles, la actuación del abertzalismo izquierdista, habrían de considerar si no abren compuertas muy peligrosas a la acción represiva de Madrid. Creer, si es que lo creen, que los abertzales de izquierda impiden una fructífera conducción de la cuestión vasca hacia un fin satisfactorio y que sin la postura abertzale se lograría el logro del soberanismo equivale a creer que el milagro acontece en la política. Los radicales de izquierda han ofrecido toda suerte de caminos para llegar al escalón básico de la consulta popular. No vale sostener que esa oferta encierra una trampa mortal. En política vale lo que se dice si no lo desmiente una subsiguiente y significativa actuación. Y tampoco es lícito, sin cerrar los caminos a la libertad de pensamiento y acción, decir que esa oferta entraña una colusión con la actuación armada de ETA. La democracia radica en una permanente aceptación de riesgos y suposiciones de verosimilitud. Es evidente que con ETA puede haber múltiples coincidencias en los postulados políticos, rechazando el proceder armado, que uno cree también que cesaría de ser posible un pleno y franco camino para actuar con toda la potencia popular en el marco del soberanismo.
Lo que no resulta sano para la causa vasca es empujar a los abertzales de izquierda y a los partidos de ideología paralela, desde su independencia, hacia un abismo de muerte, ya que no es lícito presionar a nadie para que acepte su propia extinción. Es más, si los abertzales de izquierda han de ser triturados mientras otros nacionalistas miran de soslayo, la ola destructora alcanzará al final a todos, sobre todo teniendo en cuenta que Madrid no renunciará nunca a su ser escurialense. Madrid ha perdido todo contacto cordial con su antiguo mundo porque jamás ha mantenido hacia tales naciones una postura de comprensión y hermandad. España ha dejado tras su dominación un amargo recuerdo de soberbia. La misma soberbia con que van ahora allá banqueros y ciertos empresarios. Ahí radica la gran cuestión para los que en Euskadi creen que el remedio está entre dos aguas.