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UNA MIRADA A LA VIDA DE UN DEPORTADO VASCO

«Endika no se arrepintió de nada y fue feliz allí donde estuvo»

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Maria Jesus MONTEIRO, Compañera de Endika Iztueta

El paso de los años no acaba de cicatrizar una sangrante herida, consecuencia del conflicto que padece este país: la deportación. Hace ya más de veinte años, 70 hombres y mujeres fueron desterrados de Euskal Herria, y a día de hoy 18 continúan en la misma situación, sometida muchas veces a una especie de amnesia. La realidad de la deportación ha vuelto a golpear a Euskal Herria con la muerte de Endika Iztueta en Cabo Verde. GARA ha estado con su compañera, María Jesús Monteiro, su hija Oihana y con su hermana Alazne. Entre todas nos ofrecen la oportunidad de entrever la vida de un deportado.

¿Cómo era Endika de joven? ¿Sabe cómo era su vida antes de llegar a Cabo Verde?

De pequeño Endika era un trasto, siempre estaba jugando y de broma, siempre se cargaba con todas las culpas. Luego, ya en la adolescencia, inició su compromiso político. Siempre ha sido muy discreto y reservado y nunca contaba nada en casa, pero lo veíamos, estaba en todas, en las manifestaciones... El trabajaba en el puerto de Santurtzi, y un día, cuando sólo tenía 25 años, nos dijo que se iba a pescar y no volvió. Luego supimos que estaba en Ipar Euskal Herria: Biarritz, Donibane Lohizune, Hendaia... con más refugiados. Pasados más o menos cuatro años desde su llegada a Lapurdi, en 1985 lo arrestaron en Hendaia, cuando iba a comprar a un supermercado. De allí lo llevaron a París, donde estuvo custodiado por la Policía francesa en una habitación. Y allí es cuando le dijeron que sería deportado a Cabo Verde.

¿Como asumió la noticia?

Mientras estuvo apresado y custodiado en París, lo pudieron ver y estaba muy confuso. Luego nos decía que en ese momento podía esperar de todo; que lo trajeran al Estado español e ingresarlo en una prisión, que podrían darle cuatro tiros y acabar así con su vida, pero nos decía que nunca se había esperado acabar en Cabo Verde. Fue un golpe muy duró para él, pero la verdad es que Endika siempre ha sido muy duro, muy reservado. Se tragaba su tristeza para no molestar a los demás. Sobre todo tenía una preocupación continua por no hacer más daño a aita y ama, por eso nunca supimos realmente lo que él estaba pasando. Lo que si nos decía era que nunca en la vida se había arrepentido de nada de lo que había hecho; incluso llegando a vivir en esta situación durante años, estaba orgulloso de su opción. Era feliz tanto en Ipar Euskal Herria como luego en Cabo Verde.

¿Cómo fueron sus primeros años en Cabo Verde?¿Cómo lo conoció?

Lo conocí nada más llegar a Cabo Verde, hace ya 23 años. El llegó, junto a Tomas Linaza, a Mindela, mi pueblo, y comenzó a andar con la cuadrilla de mi tía. Yo tenía quince años entonces pero fuimos muy amigos desde el principio. El primer mes lo pasó en un hotel, custodiado por la Policía, pero luego el Estado le ofreció una casa donde poder vivir.

Y, ¿cómo fue integrandose en la cultura, los hábitos y las costumbres caboverdianas?

Nada más llegar, Tomas y él pasaban todo el día corriendo, decían que hacían deporte para tener la cabeza ocupada, para no pensar en su situación. Poco a poco fueron habituándose a Cabo Verde. Este país, además, es muy respetuoso. Aunque él fuera diferente a nosotras, se le acogió con los brazos abiertos; yo creo que aquí, en Euskal Herria, la gente tiene más en cuenta el color de nuestra piel. A los pocos meses de llegar al archipiélago comenzó un curso de enfermería, también para dedicar su tiempo a algo. Después de tres años, finalizó los estudios y le asignaron trabajo en el hospital de San Vicente, en Praia, por lo que nos fuimos los dos para allí, donde él siguió su labor como enfermero hasta la fecha de su muerte.

Llegó a ser muy conocido en Cabo Verde. El ministro de Salud incluso fue a ofrecerles sus condolencias tras su muerte...

Sí. Endika era muy querido por todos, era muy cariñoso con nosotras, con sus amigos, los enfermos a los que había atendido... Por la calle lo llamaban «doctor Endika» y él les recordaba que sólo era enfermero, pero aun así muchos preferían que fuera él quien les atendiera. Llegó a integrarse rápido y mucho, aunque el idioma no acabó de controlarlo del todo. Allí hablamos, portugués y crioi; él seguía hablando castellano y mezclaba los demás idiomas, pero nunca tuvo vergüenza para hablar. Tenía relación con todo el mundo, al igual que con el ministro de Salud. Días antes de su muerte, el primer ministro de Cabo Verde vino a nuestra casa a felicitarnos las fiestas.

¿En estos 22 años que ha vivido allí ha tenido algún problema con la justicia? ¿Consiguió la nacionalidad caboverdiana?

Endika logró la nacionalidad en 1996. A partir de esa fecha, tenía los mismos derechos que yo o nuestra hija. Pero el Gobierno español ha intentado en más de una ocasión que tanto Endika como otros compañeros vascos fueran expulsados de allá. Los representantes del Estado español venían con mucho dinero e intentaban comprarlos, pero el Gobierno de Cabo Verde es un gobierno con alma y no vende a sus ciudadanos. Además, Endika era muy buen ciudadano, tenía relación con mucha gente, incluso con representantes del Gobierno, y eso hizo aún más difícil aceptar el trato español.

Oihana LLORENTE |

 
La deportación sustituyó las rejas por lejanía y aislamiento

Históricamente ha sido la cárcel el instrumento más explotado contra el independentismo vasco. No obstante, no ha sido el único; y muestra de ello son quienes, al igual que Endika Iztueta, han sido deportados a los lugares más remotos de la geografía mundial.

Con la tecnificación en los métodos represivos, hace ya más de veinte años decenas de militantes vascos sufrieron la sustitución de las alambradas y las rejas por la lejanía y el aislamiento.

Todo comenzó a principios de 1984, bajo el mandato del presidente francés François Mitterrand. Esta actitud de la Administración de París complementó una intensa campaña contra la comunidad de refugiados vascos, en la que la actuación de grupos parapoliciales como el GAL tuvo especial relevancia.

En este contexto, el Ejecutivo de Mitterrand, con la estrecha colaboración del Gobierno de Felipe Gonzalez, optó de nuevo por la deportación contra este colectivo, medida administrativa utilizada con profusión por este estado en diversas ocasiones.

Desde 1984 y hasta 1989 fueron cerca de 60 los refugiados vascos dispersados por diversos países de América y África, de los cuales, a día de hoy, siguen allí dieciocho; están dispersados por Cabo Verde, Panamá, Sao Tomé o Venezuela.

La situación que padecieron y que aún padecen algunos de ellos no es fácil, ya que la mayoría se han encontrado en un estado de indefensión jurídica notoria, sin ningún tipo de derecho propio de un Estado democrático y bajo la incertidumbre de una situación que los convierte, en definitiva, en ciudadanos inexistentes. Esta indefensión se acentúa desde un punto de vista jurídico, ya que, sin juicio previo, el deportado ha sido previamente juzgado y condenado de por vida sin ningún derecho a la defensa.

En un primer momento todos ellos fueron exiliados en el Estado francés, donde compartían, a pesar de su condición, un territorio natural, Ipar Euskal Herria, y una pertenencia social a una comunidad política activa, lo que hizo preservar su propia cohesión. Tras la decisión de utilizar la deportación, estas sesenta personas fueron expulsadas a terceros países diferentes entre sí. Una medida que tanto el Estado español como el francés plantearon con el interés de romper la cohesión del colectivo.

De la distancia que acarreaban las expulsiones surgió un primer desarraigo geográfico, que más tarde dio paso a otros de tipo cultural, psicológico y comunicacional. Estas personas viven en un espacio de indefensión y desorientación generalizada. Para ellos, tanto el presente como el futuro son inciertos y marcados por una incógnita que se acrecienta con las oleadas represivas del Estado español y francés, como la actual situación en la que Madrid ha solicitado la entrega de la mayoría de ellos.

A día de hoy, 18 deportados vascos continúan en el destierro, sin que numerosos ciudadanos vascos conozcan incluso esta realidad. De aquellos sesenta, siete de ellos han conocido el lado más dramático de la deportación: la muerte a miles de kilómetros de sus lugares de origen. El último: Endika Iztueta.

O.L

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