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Antonio Alvarez-Solís periodista

Salubridad de las teorías

La falsación, el ejercicio de rebatir una teoría por medio de constataciones empíricas, es la prueba a la que ha de someterse una teoría para ser admisible, según Karl Popper. Antonio Alvarez-Solís lleva a cabo ese ejercicio sobre cuatro asuntos que el presidente del Gobierno español, Rodríguez Zapatero, propugna, dejando en evidencia la falta de coherencia a la hora de aplicar los mismos a la realidad.

Dice el Sr. Popper, si es que alguien logra entenderle debidamente, que una teoría es admisible si resiste la falsación, que es algo parecido a su posibilidad real en el comercio del pensamiento. La propuesta filosófica popperiana es, pese a su confusionismo, apropiada para navegar por el ideario que exhibe el poder contemporáneo. Reduciéndola a niveles más simples, la falsación viene a quedar en una exigencia de coherencia entre lo que se sostiene en el plano de la construcción intelectual y su encaje con la realidad vital a la que ha de aplicarse esa teoría. Hablar, pues, de la falsación es muy apropiado cuando se aplica al comportamiento del Gobierno español -sea «popular» o socialista- en Euskadi. Vamos a falsar, pues, diversos conceptos manejados por el Sr. Zapatero, que es individuo mucho más peligroso que el Sr. Rajoy por la insidia de sus planteamientos.

Primer asunto. La teoría que promueve la preeminencia de la palabra y el diálogo sobre cualquier acción violenta o radical de signo opuesto.

Hay algo que en teoría resulta indiscutible: todo diálogo es superior en espíritu y resultados a la acción físicamente agresiva opuesta a las tesis dialogantes. Ahora falsemos, alma, falsemos. La propuesta ideológica de la superioridad del diálogo resulta indiscutible si dotamos a la palabra del poder de producir realidades. Si una propuesta verbal de independencia conlleva la posibilidad real de convertirse en realidad si encarna la calidad de mayoritaria, esa propuesta no puede revestirse de violencia si quiere prosperar socialmente. La capacidad de toda idea para convertirse en hechos resuelve el debate sobre esa idea. Pero ¿es así como ocurre con la palabra dialogante que Madrid propone para satisfacer la petición vasca? No; no ocurre así. Una propuesta de independencia es repelida de antemano como expresión de un radicalismo condenado prima facie. La independencia posible violenta inadmisiblemente el dogma inconmovible de la unidad española, que es sacral e indiscutible. Ergo hablar del diálogo como forma esencial para decidir en paz constituye una gran falacia por parte de quienes manejan adormecedoramente desde el Gobierno español la propuesta de diálogo. Aclaremos el concepto de gobierno, que en este caso es gobierno más oposición. Pues bien, el Gobierno más la oposición estiman que la propuesta de diálogo sobre la personalidad política de Euskadi ha de limitarse a una vaga descentralización que descanse sobre todo en lo que denominaríamos faceta folklórica de la cuestión. El lehendakari vasco sería, según esa propuesta, un administrador cualificado de los mandatos emanados desde la capital del Estado. El Sr. Luesma y sus funcionarios equivaldrían a los cien mil hijos de San Luis que acabaron con al trienio liberal e instauraron los diez años de gobierno absoluto de Fernando VII.

Segundo asunto. La pretensión de que la paz consiste en la garantía de la existencia personal por encima de la protección vital de las ideas.

Falsemos de nuevo. Según esta propuesta la existencia física de una persona es de valor totalizante frente a la existencia carcomida y malbaratada de un pueblo. Una muerte personal invalida absolutamente la pretensión nacional vasca y contamina a cuantos la propongan y defiendan. Es decir, la aspiración independentista es castrada por un atentado o una muerte por parte de la organización armada ETA. Mantener esta presunta verdad no sólo la hace veraz por sí misma, sin falsación posible, sino que compromete la acción profunda del Gobierno de Gasteiz, que se ve forzado consecuentemente a protagonizar un rosario de descalificaciones acerca del comportamiento etarra sin que le deje resquicio tal labor para hablar del independentismo en sí mismo. El agotamiento inevitable de la hoja de ruta mantenida por Lakua se produce por este desgaste monstruoso que supone la defensa del soberanismo vasco tras condicionarlo a cualquier acto violento que tiña de luto e invalide la totalidad del debate sobre la autodeterminación en su totalidad de sentido.

Tercer asunto. La afirmación inconmovible de que todo silogismo sobre la nación vasca y su posible y adecuada traducción institucional de gobierno ha de construirse sobre la propuesta inicial de que sólo existe la nación española.

Aquí sí que hay que falsar a tumba abierta. Si el conflicto vasco se produce en el seno de una misma nacionalidad estamos hablando o de una sedición o de una locura por parte de quienes proponen la existencia de un estado vasco. Por tanto, toda discusión que conlleve una tercera vía para resolver la violencia queda invalidada en principio, pues esa tercera vía consistiría en la admisión de una, al parecer, teratológica oferta de independencia. Hablar de la unidad en la diversidad, que es la oferta españolista, equivale a jugar con figuras de expresión teatral sin más sentido que reducir la nacionalidad vasca a una serie de manifestaciones solamente servibles para fomentar el turismo interior con destino a la singularidad epidérmica euskaldun.

Cuarto asunto. Introducción del mecanismo judicial en el proceso de la cuestión vasca, que afirmo una vez más que es, sobre todo, una cuestión española, ya que los vascos no se cuestionan a sí mismos en orden a su independencia.

Falsemos de nuevo. La interferencia grave e intensa de los procesos penales en la cuestión vasca equivale a negar abiertamente que el contencioso sea de orden político, con lo que se reduce a materia criminal cualquier postura que desee dialogar sobre el soberanismo en Euskadi. Es más, la acción judicial repetida desmiente la propuesta de diálogo en que se basa la llamada al comportamiento democrático por parte del centralismo español. Más todavía: la creación de leyes circunstanciales y urgentes para invalidar buena parte de las voces ciudadanas vascas, leyes por tanto prevaricadoras, equivale a la dejación del debate político acerca del soberanismo en manos de magistrados que se limitan a encausar esas voces según determinan las tales leyes. La acción judicial, constante y áspera, conlleva además una creciente irritación de la calle vasca, que se ve subordinada a un poder ejercido con espíritu colonial. Hablar por tanto de diálogo pacífico en estas condiciones es una contraditio in terminis. La paz jamás ha llegado con los fasces de la justicia ni con protagonistas togados o vestidos de uniforme. Esta sencilla doctrina parece resistir a toda falsación teniendo en cuenta el transcurso de la historia.

Lo dicho hasta aquí prescinde, por razón de espacio físico, del lenguaje especioso y ambiguo empleado por los gobiernos de Madrid, de cuyo contenido tendencioso es buena muestra la última afirmación del Sr. Zapatero cuando afirma que «en democracia no cabe quien se humilla ante quien tiene pistolas». El párrafo pretende revestir un valor absoluto, que tendría no obstante si se decide previamente quién tiene pistolas y cómo se manejan. La referencia a las pistolas tendría un sentido indiscutible y positivamente falsable si las propuestas de Madrid no estuvieran también respaldadas por el poder armado, ya sea militar, en potencia, o policial, en puro acto. Una de las cosas más sorprendentes en el discurso político españolista es la pretendida validez de la fuerza según quien la maneje. El falaz empleo de la coacción deslegitima a quienes hacen de la violencia institucional un argumento de justicia, teniendo en cuenta, sobre todo, que lo que se discute no es una simple desavenencia en el seno de un cuerpo común sino el derecho a ser plenamente por parte de quienes se ven constreñidos violentamente a permanecer en el seno de ese cuerpo. Esto también podría falsarse, pero de alguna manera hay que acabar el alegato.

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