Cruzando el puente sobre el río Habur, tierra de nadie
Ne Mutlu Turkum Diyene (dichoso aquel que dice ser turco) reza un slogan gigante a la entrada de Mardin, en el sudeste turco. Está hecho con piedras pintadas de blanco y ocupa casi toda la ladera de una montaña. Por su tamaño y su posición en una atalaya sobre la llanura de Siria, no sería de extrañar que el mensaje fuera legible incluso desde el otro lado de la frontera.
Karlos ZURUTUZA | Desde la frontera de Kurdistán Sur
Hay muchos burros en Mardin. Sus empinadas y laberínticas calles hacen que estos animales sean la única opción viable de transporte, al igual que lo fueron para los árabes, kurdos, asirios y armenios que vivieron juntos aquí durante siglos. Tras el genocidio armenio y el mucho más desconocido de los asirios, la mayoría de la población es hoy kurda. Independientemente de que digan ser turcos o no, es más que previsible que muy pocos de ellos se sentirán felices de vivir en los arrabales de la república kemalista; esa región a la que Ankara prefiere llamar «el sudeste» para evitar pronunciar la palabra tabú: Kurdistán. También hay turcos en Mardin, por supuesto, pero están acuartelados en los alrededores. Es de suponer que estos sí se sentirán turcos de corazón, aunque la felicidad que ello les reporte se vea empañada por tener que servir en el sudeste.
El autobús sigue su carrera hacia el este: las estribaciones de los montes Taurus a la derecha; a la izquierda, la llanura de la Yazira siria, todavía verde por el trigo que empieza a brotar. La carretera discurre rectilínea, paralela a la vía del tren y a la frontera entre Turquía y Siria: uno de esos trazos hechos con tiralíneas sobre un mapa colonial, y que sobre el terreno se traduce en un intrincado complejo de campos de minas, alambradas y torres de control. De no ser así, se podría dar un agradable paseo hasta la vecina Kamishli, el principal núcleo urbano del mas del millón de kurdos que viven al otro lado de la frontera.
La primera parada no programada del autobús no pilla a nadie de sorpresa. Por simple curiosidad, alguno que otro mira por la ventana para ver si ha sido la Jandarma, la policía militarizada turca, o el Komando el que ha dado el alto. Las boinas de color azul celeste no dejan lugar a duda: se trata de los segundos, esa unidad del Ejército creada para combatir a la guerrilla kurda.
Un uniformado sube al autobús y recoge todos los pasaportes. Mientras un oficial los examina a la sombra de un blindado, sacamos nuestro equipaje del maletero y lo abrimos para que sea registrado. A pesar de todo, ninguno de los pasajeros protesta lo mas mínimo. Puede que sea por la costumbre, o simplemente por si acaso.
«No problem», me dice el hombre de unos cincuenta años que se sienta a mi lado. Y es que a pesar del estado de semiexcepción bajo el que vive el sudeste, sin duda se han vivido aquí tiempos peores. Mucho peores.
La escena se repetirá una vez más antes de llegar al pueblo fronterizo de Cizre. Esta vez, será la Jandarma la que manosee nuestros pasaportes y equipajes.
Ha pasado ya más de una semana desde que el Ejército turco se retirara apresuradamente de Kurdistán Sur. Pero no ha ocurrido lo mismo, ni mucho menos, en el «sudeste» turco.
«Vatan Bölümez» (la patria es indivisible,) se lee sobre otro risco en los alrededores de Cizre. Como si a alguien no le hubiera quedado lo suficientemente claro.
El traqueteo de la carretera se ha vuelto insoportable, por lo que el conductor opta por conducir a la izquierda siempre que le es posible. «Tanks», dice mi compañero de asiento. Según parece, la carretera ha cedido bajo el peso de las miles de toneladas de acero que han circulado sobre orugas durante los últimos días. El hecho de que el lado izquierdo de la vía esté casi impecable nos indica que los tanques todavía no han vuelto. Al menos, no por aquí.
Finalmente, llegamos hasta Silopi, el último pueblo antes de la frontera de Irak. Fin de trayecto para el sufrido autobús.
Cruzando el Habur
Como ocurre en otros muchos pueblos de Kurdistán Norte, la estación de autobuses de Silopi hace aquí las veces de punto de encuentro y lugar de paseo y esparcimiento. A las seis ya es noche cerrada por lo que algunos locales matan el aburrimiento viendo bajar a los escasos pasajeros que llegan desde Diyarbakir o Van. Fuera de este espacio cuadrado no hay más luz que la de las mortecinas fluorescentes de los restaurantes baratos, o el luminoso rojo de un internet café donde los adolescentes se descargan videos del Real Madrid mientras encadenan un cigarro tras otro. Y es que en Silopi apenas hay más trabajo que el de los taxistas, que transportan viajeros al otro lado del Habur. Se reúnen a la entrada de la estación y gritan con insistencia su único destino: «Irak».
La negociación empieza en 50 dólares que se reducen casi de inmediato a 15 tras comprobar por mi pasaporte que ya he hecho este trayecto en otras ocasiones. 15 dólares es la tarifa local para un taxi compartido con otros dos viajeros. Una vez puestos de acuerdo, nos dirigimos dirección sur en la versión turca del vetusto R12. La frontera está a unos 15 kilómetros, distancia que cubren casi en su totalidad centenares de camiones varados en el arcén. Esperan durante días hasta cruzar al lado iraquí.
La función del taxista
La función del taxista va mucho más allá que llevarnos hasta el puesto de control turco. Cruzar esta frontera conlleva un trabajo burocrático tan complejo que ni siquiera el campesino más pobre de Sirnak se ahorra los 15 dólares que cuesta el viaje.
No en vano, estos conductores hacen las veces de fixer: corren frenéticos de un lado a otro en mitad de la noche, asustando a los perros vagabundos que ladran tras ellos; consiguen papeles en una ventanilla y los hacen sellar en otra. Ni siquiera hemos salido del coche y ya tenemos un certificado médico, amén de un sinfín de documentos que permitirán a nuestro taxi amarillo llevarnos hasta el otro lado del río.
En caso de overbooking en la frontera (pocas veces ocurre de noche), la herramienta más valiosa de un fixer es su teléfono móvil. Una esperada llamada le dice cuál de los guardas le va a evitar una cola de horas, y cuánto le va a costar (los sobornos están incluidos en la tarifa).
Se trata de hacerlo todo lo antes posible para poder así hacer otro viaje. La profesionalidad de un fixer de Habur se mide por el tiempo que tardan los sellos del lado turco e iraquí en consumir todas las hojas de su pasaporte. Y si sobra tiempo, comprarán alcohol y tabaco en el Duty Free para revenderlo después en el lado turco.
Aunque un policía turco ha dado ya por bueno y sellado en consecuencia nuestros pasaportes, no se cruza el río hasta que la Jandarma de su permiso. Más por aburrimiento que por desconfianza, todos los extranjeros son interrogados sobre el «propósito de su viaje a Irak».
Tras unas cuantas mentiras y algún que otro comentario sobre fútbol, sólo queda atravesar el puente sobre el Habur, la tierra de nadie. En la orilla iraquí, una bandera kurda ondea sobre el edificio de control de aduanas; la misma que llevan cosida al hombro los peshmerga (soldados kurdos) que hacen guardia fuera.
Dentro del complejo hay un lounge donde se ofrece té a los recién llegados mientras se examinan sus pasaportes. Entre sorbo y sorbo, contemplamos en un televisor las imágenes de la visita a Ankara de Jalal Talabani: ese kurdo de Suleymania que ha llegado a presidente de Irak.
«No sólo les dejamos que bombardeen a los nuestros sino que encima vamos a Ankara a darles las gracias», comenta chasqueando la lengua Mahmud, un kurdo de Batman (Kurdistán Norte) con el que he compartido el taxi. «Dicen que han matado a más de doscientos guerrilleros, y que sólo han perdido a siete soldados. Por el contrario, la versión del PKK habla de 81 soldados turcos muertos y cinco bajas kurdas», añade. Tras la ultima operación a gran escala del Ejército turco, es éste, y no otro, el balance oficial de víctimas. Al menos a este lado del Habur.