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GenaroBenítez escritor

Nacionalismo y españolismo

Son malos los nacionalismos? Es frecuente que, desde posturas españolistas, se conteste afirmativamente a esta pregunta. Así, cuando se inició la última guerra de los Balcanes se solía culpar al «exacerbado nacionalismo» de lo catastrófico de la situación; hasta que, una vez visto que Solana y la OTAN ordenaron bombardear Belgrado para dar vía libre a las ansias independentistas de naciones opuestas a Serbia, a los detractores españoles del nacionalismo exacerbado se les quedó la boca pequeña. Igual de pequeña que se les está quedando ahora con lo de la independencia de Kosovo. Resumiendo: que los nacionalismos resultan buenos o malos según convenga a quienes tienen poder para sacar su conveniencia adelante, los cuales en el plano mundial todos sabemos quiénes son.

En realidad los nacionalismos no son buenos ni malos, sino diferentes. O mejor dicho: habrá que valorar cada nacionalismo en función de sus aspectos concretos. No hay que olvidar, por otra parte, que todo colectivo humano con ansias de constituirse en nación elaborará su propia identidad nacional; y que todo estado, sea cual fuere su origen, intentará implantar un proyecto nacional propio a fin de cohesionar social y políticamente la población y el territorio que domina, y evitar de esta forma el peligro de que dicho estado acabe desmembrándose.

España se constituyó como estado a raíz de un pacto dinástico entre las monarquías castellana y aragonesa, mucho antes de que existiera cualquier atisbo de identidad nacional española. Sin embargo, ya desde el primer momento vemos un interés «unificador»: Una sola lengua, una sola religión, un solo pensamiento..., lo cual, como hemos dicho antes, tampoco constituye una excepción con respecto a otros estados. ¿Cuál es entonces la razón de que el nacionalismo español haya estado, y siga estando, tan controvertido desde varios sectores, tanto si detentan identidades nacionales diferentes como si no? ¿Cuál es la causa de que todavía hoy a muchas personas los términos «España» o «español» les resulten casi vergonzantes e intenten sustituirlos con eufemismos como «Estado español», «Territorio peninsular» o similares?

Una identidad nacional no se crea de la noche a la mañana, sino que depende de la evolución histórica que haya seguido el colectivo humano supuestamente englobado en dicha identidad. Depende, a fin de cuentas, de que en tal o cual momento clave de la historia, la victoria se haya decantado por un lado o por otro. Pongamos un ejemplo: Los franceses celebran cada 14 de julio que el pueblo liberó a los presos políticos encerrados por el régimen monárquico en la cárcel de la Bastilla. «La Marsellesa» es un himno revolucionario. La bandera francesa surge como enseña nacional tras la Revolución... Sin embargo, cada 12 de octubre se celebra en España el inicio de uno de los mayores genocidios de toda la historia de la humanidad. La rojigualda ha sido, entre otras cosas, la enseña bajo la cual se aplastó en sangre a la última República. La marcha de granaderos es precisamente eso: una marcha de granaderos. ¿Quiere decir esto que los franceses son mejores personas que los españoles? En absoluto: quiere decir simplemente que los franceses tienen mejores elementos que los españoles para constituir una identidad nacional más atractiva, una identidad que al pueblo francés le haga sentirse más orgulloso de su pasado, más identificado con su devenir histórico.

Quizás lo que diferencia a España de otros estados es que todos los intentos de cambiar la identidad nacional desde una perspectiva popular aquí han sido derrotados, y por eso no tenemos una Revolución francesa, o un periodo cromweliano inglés, o un 25 de abril portugués que exhibir como señas de identidad propias. A no ser que asimilemos dichos frustrados intentos españoles como derrotas, como fracasos, y por tanto más en un sentido de «anti-identidad nacional» que al revés. Porque intentos sí que los ha habido, empezando por la guerra de las Comunidades Castellanas al principio del siglo XVI, que terminó con la decapitación de los tres principales dirigentes comuneros y con la pérdida de relevancia política de las clases urbanas industriales y comerciales partidarias de un desarrollo económico y político de Castilla acorde con los tiempos modernos; y terminando con la Segunda República.

Y es que, por desgracia para nosotros, España ha sido un país en el cual el poder político lo han detentado durante siglos la monarquía absoluta y el funcionariado, mucho más funcionariado militar y eclesiástico que civil, aliados de una aristocracia holgazana y parasitaria. No es un secreto para nadie que en España ha habido históricamente demasiados nobles así como demasiados funcionarios eclesiásticos y militares, demasiados inquisidores, corregidores y torturadores, a la vez que demasiado pocos pensadores independientes, demasiado pocos científicos e inventores, demasiado pocas personas emprendedoras e innovadoras en la actividad económica. No es tampoco un secreto que los principales elementos constitutivos de la identidad nacional española han ido parejos a los intereses de los sectores dominantes mencionados: expolio indiscriminado y derrochador tanto del territorio peninsular como de las colonias americanas. Oposición refractaria a cualquier cambio o evolución ideológica, desde el luteranismo a la ilustración; desde el liberalismo burgués al socialismo. Intolerancia, prepotencia, opresión y, no lo olvidemos, también condena de cualquier asomo de disidencia, sea ésta luterana, judía, musulmana, azteca, inca, afrancesada, masónica, criolla americana, socialista, comunista, anarquista o separatista.

Los tiempos cambian. Las identidades nacionales no tanto. El último mito que nos quieren vender es que, tras la aprobación de la última constitución, todo el monte es orégano, toda la piel de toro es democracia pura. Falso: por desgracia, si bien tras la muerte de Franco cambiaron muchas cosas, la identidad nacional española no. Pongamos un ejemplo: El parlamento «democrático» español tardó un cuarto de siglo en reconocer la culpabilidad franquista en el bombardeo de Gernika. Pongamos otro: Los principales billetes de curso legal en pleno franquismo iban decorados con las efigies del compositor Isaac Albéniz y del pintor Julio Romero de Torres, ambos con méritos y dignidad fuera de toda duda. Un cuarto de siglo después de muerto Franco, los expoliadores y torturadores de indígenas americanos Hernán Cortés y Francisco Pizarro adornaban el billete de 1000 pesetas, dejando al rey el honor de ocupar el anverso del billete de 5.000. Curiosamente, Voltaire nos sonreía en la misma época desde el billete de diez francos franceses.

Los franceses tuvieron también la suerte de que los «liberasen» de la ocupación fascista al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Los españoles no. Así que hoy en día los heroicos esfuerzos antifascistas de muchos españoles, contra Franco primero y contra Hitler después, son irrelevantes de cara a la identidad nacional de España. José Antonio y Franco, sin embargo, siguen estando«presentes». También son irrelevantes los no menos heroicos brigadistas internacionales de la Guerra Civil. En la localidad burgalesa de Oña, por el contrario, aún se puede ver una placa conmemorativa honrando a los fascistas italianos que combatieron al lado de Franco, y que estuvieron atendidos en un hospital militar que funcionó allí...

Dicen que el énfasis represivo demostrado últimamente por el Gobierno socialista obedecía a intereses electorales. Lo que no se dice es por qué la intolerancia, la condena, la tortura, la represión de la disidencia son en España más rentables electoralmente que lo contrario. No se dice por qué el franquismo encontraba numerosas afinidades y similitudes en la mayoría de los periodos históricos españoles. No se dice tampoco por qué con democracia o sin ella, con constitución o sin constitución, el devenir político español acaba siempre en el mismo punto: una sola patria, un solo pensamiento, unos principios inmutables de obligado cumplimiento... y para aquél que disienta, o que no se muestre en contra de la disidencia suficientemente beligerante, represión, marginación y olvido.

Una identidad nacional no se cambia de la noche a la mañana. Es preciso para ello que se produzcan rupturas, cambios fundamentales en la estructura de un país, en lo real y en lo virtual. España, por ejemplo, necesitaría otra forma de estado; otro himno; otra bandera; una revisión de su historia en profundidad; un cambio de actitud respecto a las nacionalidades históricas, con un planteamiento abierto de unión o de separación o, mejor dicho, de qué tipo de unión o de qué tipo de separación... Necesitaría también un rearme social, cultural y moral. El cambio que en 1936 se ahogó en sangre, y que en 1975 se dejó sin hacer. Esperemos que se haga alguna vez.

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