La costa vasca ha sufrido en las últimas horas los efectos de un temporal que azota desde hace varios días otras latitudes europeas. Acompañado de fuertes vientos y lluvias, el temporal ha provocado graves daños en Donostia, pero también en otras localidades costeras como Bermeo, Donibane Lohizune, Bakio, Zokoa o Zarautz. Donde los efectos del temporal han sido más graves ha sido en el núcleo urbano de mayor tamaño. En Donostia, la entrada del mar en Alde Zaharra arrastraba a su paso mobiliario urbano y vehículos, e inundaba garajes y comercios. Mirando de reojo a la pleamar, se iniciaban las labores de limpieza, aunque la reparación de los desperfectos llevará su tiempo. El hecho de que el golpe de mar se produjera a hora temprana evitó seguramente que se produjeran situaciones de mayor riesgo para las personas. Cosa diferente es que, ante las adversas previsiones meteorológicas, se hubieran podido adoptar medidas.

Cuando se produce una embestida como la vivida ayer en nuestra costa afloran distintos estados de ánimo. El primero lleva, lógicamente, a lamentarse por los daños y a expresar alivio por lo que pudo ser y por suerte no ocurrió. A partir de ahí, el siguiente pensamiento va más allá, para constatar nuestra debilidad en tanto que personas ante un entorno natural que, pese a todos los intentos para dominarlo, no termina de estar nunca bajo el control del ser humano.

Las carreteras serpentean por la costa vasca con trazados que discurren a unos metros de los acantilados, tenemos kilométricos paseos marítimos (con aparcamientos, claro), los puertos deportivos arañan el litoral, surgen playas donde nunca las hubo, las casas en primera línea de playa, los establecimientos hosteleros y los centros de talasoterapia proliferan, para disfrute de propios y visitantes. Cuando se nos pase el susto, quizás debamos preguntarnos si con este modelo de desarrollo urbano le hemos dado motivos al mar para que, de tiempo en tiempo, nos recuerde que nuestra voracidad nos hace seguramente más vulnerables.