Carlo Frabetti Escritor y matemático
El significado de la condena (carta abierta a un amigo perplejo)
No es casual que el poder intente imponernos un término cuya polisemia permite, de un solo golpe, criminalizar (sin juicio previo), demonizar (equiparar al mal absoluto) e incomunicar (negar toda posibilidad de diálogo) Aunque ETA fuera realmente el mayor problema del Estado español, para intentar solucionarlo y antes de «condenar», ¿no habría que analizar las causas de su existencia?
Mi querido amigo: Como bien sabes, tengo pocas dudas sobre tu honradez y menos aún sobre tu inteligencia, por lo que tu perplejidad e indignación ante la negativa de la izquierda abertzale a «condenar» los últimos atentados de ETA me han parecido especialmente preocupantes. Porque si la perversa lógica de la «condena» ha calado en personas como tú, me temo que estamos aún peor de lo que parecía.
No hace falta que te diga que no apoyo a ETA, no pertenezco a Batasuna y ni siquiera soy vasco, por lo que las razones que yo veo para no «condenar» los atentados del 30 de diciembre de 2006 y del pasado 7 de marzo (ni ningún otro) tal vez te ayuden a comprender las de quienes se ven afectados por el «conflicto» (es decir, por la represión) de forma mucho más directa y dolorosa que nosotros. En los últimos años he expuesto esas razones en al menos media docena de artículos (por ejemplo, «Condenados condenantes» en www.nodo50.org), pero, dadas las circunstancias, creo que es oportuno repetirlas una vez más.
1. Si usamos el término en su estricto sentido jurídico, solo los jueces, y solo tras un juicio justo y un veredicto de culpabilidad, pueden condenar a alguien. Si lo usamos en el sentido religioso, condenar equivale a mandar al infierno, es decir, a demonizar. Y si lo usamos en sentido figurado (como cuando se condena una puerta o una ventana), equivale a bloquear de forma definitiva, a incomunicar. No es casual que el poder intente imponernos un término cuya polisemia permite, de un solo golpe, criminalizar (sin juicio previo), demonizar (equiparar al mal absoluto) e incomunicar (negar toda posibilidad de diálogo).
2. Y aun en el caso de que fuera lícito «condenar» públicamente ciertas acciones, ¿con qué criterio habría que elegirlas? ¿No habría que «condenar» también la inconcebible negligencia de quienes hicieron explosionar la bomba de la T-4 sin antes asegurarse de que no hubiera nadie en el aparcamiento? Y hablando de negligencia, ¿no habría que «condenar» todos los días los accidentes laborales evitables, que en el Estado español duplican la media europea (sale más barato enterrar a un trabajador que pagar las medidas de seguridad que podrían salvar su vida), o los accidentes de tráfico debidos a intolerables deficiencias de la red viaria? ¿Con qué autoridad y con qué criterio nos puede decir nadie lo qué debemos y no debemos condenar?
3. Pero vamos a suponer por un momento que, como decía Aznar a todas horas (y también Bono, por cierto), «el problema de España es ETA». Olvidémonos de las pateras, la especulación inmobiliaria, el empleo precario, el paro, la violencia de género, el envío de tropas a Afganistán y a Líbano, las bases militares estadounidenses... Aunque ETA fuera realmente el único -o el mayor- problema del Estado español, para intentar solucionarlo y antes de «condenar», ¿no habría que analizar las causas de la existencia de una organización de esas características? Somos muchos, dentro y fuera de Euskal Herria, los que pensamos que si la tortura no fuese una práctica sistemática e impune (es decir, sistémica), ETA habría muerto de inanición hace tiempo, porque lo que alimenta sus filas es, sobre todo, el odio y la desesperación que inevitablemente genera el terrorismo de estado. Esto no justifica (ni siquiera las explica) barbaridades como la bomba de Barajas o el asesinato de Isaías Carrasco; pero sí explica el hecho de que algunos no condenen la violencia disidente cuando nadie condena la violencia institucional, infinitamente más grave. Si el carnicero que secuestró, torturó, asesinó y enterró en cal viva a Lasa y Zabala no estuviera tranquilamente en su casa escribiendo sus memorias; si Felipe González se hubiera sentado en el banquillo de los acusados por la infamia de los GAL; si Iñaki de Juana no hubiera sido condenado a catorce años de cárcel por un artículo de opinión; si no se hubiera perpetrado la aberración jurídica del 18/98; si no se pusieran (en vano) más de setecientas denuncias por torturas al año; si los presos políticos no fueran dispersados y segregados de forma inconstitucional... Si esto fuera realmente un estado de derecho, a lo mejor la izquierda abertzale «condenaría» atentados como el del 7 de marzo. Aunque en ese caso ya no sería necesario, porque seguramente no habría habido ningún atentado.