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Kepa Tamames Ensayista

La última fiesta de Chantal

Lo más dramático en este escenario ya de por sí sombrío es que tras él no se esconde una crueldad mal entendida (una suerte de «inconsciente negación de auxilio al necesitado»), sino la dichosa moral religiosa que todo lo emponzoña Una vida corta, dolorosa, y con la cabeza deformada hasta lo grotesco. Una vida que pierde así cualquier contacto con eso que llamamos dignidad y que se reduce a lo puramente biológico. Una vida que no merece la pena ser vivida

A la señora Sébire le iba a estallar la cabeza. La afirmación no pretende ser una metáfora, sino describir la más truculenta realidad en la que se vio sumida Chantal, una de las pocas personas -dudoso honor- a las que cada año se les diagnostica estesioneuroblastoma, una de esas dolencias que confirman su horrendo nombre. Te sale un tumor en la cavidad nasal y comienza a crecer desmesuradamente. Como es lógico, acaba afectando a todo lo que encuentra a su paso, los ojos hasta derivar en ceguera, por ejemplo.

Aquí lo de la empatía de poco sirve, porque a uno se le hace ejercicio imposible imaginar cómo debe de sentirse alguien a quien le crece un balón maligno dentro de la nariz. (Ni el guión más retorcido del cine de ciencia-ficción). Como para desear morirse. Tampoco esto tiene vocación de metáfora, y de hecho es lo que había solicitado la señora Sébire a la administración de su país: ayuda para morir.

Se lo pidió a la misma administración que le cobraba con puntualidad británica sus impuestos y que le imponía una multa en caso de molestias a los vecinos a altas horas de la madrugada. Ayuda, socorro, algo tan humanamente comprensible como eso es todo lo que imploraba Chantal.

En realidad, el Estado nunca se lo negó, poniendo a su disposición el pertinente tratamiento médico paliativo. Pero el diagnóstico era fulminante: el tumor seguiría creciendo hasta acabar con su vida en un plazo de tiempo muy corto. Y dolía. Dolía mucho, a juzgar por las manifestaciones de la propia enferma: «Es como si te introducen una cucharilla en la cuenca del ojo y comienzan a rebañar», declaró.

No hay razones para pensar que nos mintiera, que frivolizara con una cosa tan seria para ella y para muchos millones de personas más como el dolor severo y permanente. Una vida corta, dolorosa, y con la cabeza deformada hasta lo grotesco. Una vida que pierde así cualquier contacto con eso que llamamos dignidad y que se reduce en ocasiones a lo puramente biológico. Una vida que no merece la pena ser vivida, al menos desde el prisma de su protagonista y víctima.

Chantal sólo pedía un final sereno y libre de padecimientos, un off rápido y feliz. Pero el papá estado declinó la solicitud y le dijo que no. Es como si el cuerpo de bomberos te negase con el dedito desde la orilla el auxilio que solicitas mientras eres arrastrado por la corriente del río.

La muerte constituye a veces una auténtica liberación, la única posible en los casos más extremos, y así se reconoce de hecho a través de la sabia tradición oral: «Por fin ha descansado» es al fin y al cabo una de las frases más recurrentes en los funerales.

Cuando todos los factores que hacen de la vida una experiencia deseable se truncan, puede que haya llegado el momento de tomar decisiones, de admitir que el partido está perdido, de retirarse con la cabeza alta y el cuerpo magullado a los vestuarios en busca de una ducha caliente y una siesta eterna, reparadora (Esto sí es una metáfora, y en cadena).

Hemos acabado creando una sociedad esquizofrénica, una verdadera enferma moral. Algo que se percibe con nitidez a poco que nos fijemos en algunos de los comportamientos que tenemos para con los animales no humanos. Los aniquilamos en masa con el único objetivo de satisfacer nuestros caprichos más triviales como la gastronomía, el ocio o la vanidad estética, pero al mismo tiempo les facilitamos, si ello está en nuestras manos, un final plácido y exento de dolor.

La eutanasia («buena muerte», conviene recordarlo) es una práctica habitual cuando de nuestros amigos perros, gatos o caballos se trata -el tiro de gracia al caballo malherido es un signo inequívoco de humanidad en la historia del cine-, pero sin embargo se la negamos con tozudez medieval a nuestros animales más cercanos: nosotros mismos.

Y lo más dramático en este escenario ya de por sí sombrío es que tras él no se esconde una crueldad mal entendida (una suerte de «inconsciente negación de auxilio al necesitado»), sino la dichosa moral religiosa que todo lo emponzoña. Es Dios quien nos regala la vida y Él decide cuándo y cómo nos la arrebata, afirman algunos.

Sin duda son estas las ocasiones en que se manifiesta en todo su esplendor la herética idea de que tal vez no fuera Dios quien nos creó a su imagen y semejanza, sino más bien nosotros quienes nos hemos sacado de la manga un ente a imagen y semejanza de nuestros intereses más mundanos e inconfesables, una herramienta con la que hacer y deshacer, con la que dominar mentes y tener atemorizada y compacta a la masa. Dios se convierte así en una especie de papelera expiatoria que regenera hasta el infinito nuestra ancestral pereza ética.

Lo único que deseaba Chantal era acabar su pesadilla con una fiesta, rodeada de confeti y con una copa de champán en la mano, entre las risas sinceras de sus seres queridos, y no como un guiñapo destartalado en medio de la vía.

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