Pablo Antoñana Escrito
Carta de ningún sitio
Pablo Antoñana nos escribe una fábula desde «el Más Allá». En ese mensaje epistolar, datado en 2040, hace referencia tanto a las cosas que añora de la Madre Tierra como a las cosas que se supone han ocurrido en ese mundo hasta esa fecha. Las últimas noticias las ha recibido de la mano del último viajero llegado de allí, un «mercenario del ejército USA» muerto «en una de las guerras de exterminio por tierras de Asia».
Soy habitante del Más Allá, o como alguien lo llama, el País de la Nada, y según el último viajero que ha venido de la Madre Tierra, allá se está en el año de 2040, según los calendarios aún vigentes. Escribo por desahogo, para cubrir mi aburrimiento y a la vez dar traslado del bagaje de noticias que trajo y que parecen increíbles y de su invención.
Hace muchos años que trajeron el polvo y el humo de mis cenizas a residir en este lugar sin cartografiar, que nunca se supo hacia donde caía (no preguntéis que tampoco lo sé aún), a la espera del fin del mundo, y la «resurrección de la carne con los mismos cuerpos y almas que tuvieron» en el Valle de Josafat, donde seré juzgado. Cuando estuve censado en la tierra, quienes eran dueños de los misterios, y de las claves para descifrarlos, a este lugar le llamaban eternidad. Un lugar, dijeron, en que no había día ni noche, no sale el sol ni se pone, ni tribunales de justicia, ni milicias armadas, ni obispos, ni amos ni criados, los políticos no tenían rango y prestigio, eran nadie-nadie, el rasero regla común de este hormiguero pacífico que carece de distracciones. Pues no hay juego de pelota, ni partidas de cartas, radio, televisión, ni noticia alguna que dar, ya que aquí nada ocurre. Echamos en falta las discordias vecinales, la crispación de los políticos, el odio entre hermanos, la sinrazón de la ley, la democracia entre gente desigual, la mentira de un hombre un voto, y tantas infamias que, descubiertas, nos distraían. Lo escabroso y corrupto tenía poco alcance, y la delación, la intervención del juez, quedaba a la postre en chisme y habladuría. Pues denunciar lo evidente era arriesgado y, como acuñó Quevedo, «donde no hay justicia es peligroso tener razón».
Sin embargo, quienes dirigieron nuestras vidas desde la anotación de nuestro nombre en el libro de nacimientos hasta el apunte en el libro de óbitos, nos alimentaron de esperanza y sueños. Había un sitio, el Más Allá, el Cielo, en el que se enmendaría lo torcido, nos devolverían la condición de hombres que se nos quitó, los padecimientos en «este valle de lágrimas» serían convertidos en mérito; aunque tarde supimos que era adormecedora que nos tendría quietos y sosegados. Oímos hasta la fatiga, «en la otra vida lo pagarán», y era consuelo aliviador. Pero al llegar aquí, «la otra vida», supimos que mentía quien eso dijo, pues sólo es un estado de beatitud, muertos los sentidos, un aburrimiento.
En este país del Más Allá echamos de menos aquellos días en que hasta al respirar tenía precio; los guardias con su carpetilla de denuncias nos perseguían tal que delincuentes comunes buscados en requisitoria, por incumplimiento de leyes estúpidas, que parecían hechas para rebaño estabulado y no para hombres libres. La misma conciencia, un agobio, enredada en trama estricta de prohibiciones. Al menos los horribles sucesos nos distraían: maridos que apuñalaban a sus mujeres porque eran suyas, guerras sanguinarias por tierras apetecidas, patrias y banderas puro instinto, los litigios mal o nunca conclusos, las mentiras de los políticos, dichas con sonoridad y suavidad de terciopelo, las divagaciones de los teólogos, corregidas por los «sabios» del minúsculo y poderosísimo Estado del Vaticano.
Echo de menos mis libros, que forran tres habitaciones, pues son mi fortuna acopiada con amor, poquito a poco, desde el primero de la colección Austral que compré a un viejecito republicano en la ciudad de Logroño por los años 40. Tal es mi querencia por ellos que me he presentado ante el maestresala de la Mayordomía General de este país del Más Allá, hospicio de almas, en solicitud de permiso para la remisión a mi nombre de toda mi biblioteca y así poder leer lo mucho que quedó a la espera. Se me dijo «no ha lugar», y mis ruegos quedaron desatendidos. El maestresala concluyó que de siempre los libros fueron novedades propias de mentes insanas, por tanto venenosos. Por algo se había publicado un índice de libros prohibidos.
Suerte que en esto llegó el nuevo habitante a este país del Más Allá, cuya muerte, según confesó, fue por inhalación de escape de gas letal, cuando servía de soldado mercenario en el ejército USA, en una de las guerras de exterminio por tierras de Asia. Este correo trajo noticias de cuanto ocurría en el globo terráqueo al día de la fecha 20 de noviembre del 2040, en el que se le dio entrada.
Oí con extrañeza que ya no hay gobiernos establecidos como desde antiguo, y el mundo, los cuatro mundos, está regido por las tres M's, a saber: Mercaderes, Militares, Misioneros.
Los Mercaderes forman un sórdido grupo enclaustrado en los sótanos de los Bancos de Wall Street, y desde sus despachos dirigen la economía mundial. Las tiendecitas, supermercados y puestos callejeros baratillos ya son cosa del recuerdo. Sólo hay una tienda universal y el dinero amonedado solo se le encuentra en los muestrarios de los anticuarios, pues con las ondas HW se compra, vende, y mercadea al instante con cualquier lugar del planeta por escondido que esté. Cada hombre es un número que lleva tatuado bajo el sobaco, controlado por la Gran Computadora, del gremio de Mercaderes. El nombre y apellido que calificaban lo humano, abolidos; se toca una tecla y sale toda su biografía, salud, conducta, vicios, como radiografía de rayos X, lo cual va en beneficio de jueces, policías, carceleros y es además ahorro sustancial de las partidas presupuestarias.
Los Militares, que sirven a los Mercaderes, como de tradición venía, mantienen a la vez que sus privilegios los intereses de los comerciantes: la Bolsa y las finanzas -únicos dueños del dinero-, las minas, los bosques, los ríos, los campos de golf, los barcos de altura y cabotaje, las vidas de los hombres-número, hombres-títere, hombres-insecto. Los militares ya no son lo que eran. Ahora, dentro del Gran Cuerpo Castrense, es conjunción de tres grandes armadas bien pertrechadas, que se vigilan entre sí como perros de pelea a la espera de la «solución final». A los ejércitos que existieron en países minúsculos, ya sin voz ni voto, se les dio el cometido de limpiar los bosques talados, recoger y enterrar los muertos que perecieron por hambre, sed, o misil, en los países pobres dedicados a campo de tiro y prueba de armas del Gran Cuerpo.
Los Misioneros, esos iluminados que según Napoleón el Grande eran los emisarios adelantados que preparaban con su catequesis la llegada de los «colonos factores», sus libros contables y «tubos que vomitan fuego». Ahora, dice el nuevo habitante que de la tierra vino al país del Más Allá, los misioneros sólo buscan en las tierras arrasadas del África vacía a sobrevivientes mutilados, asustados y errantes de las guerras libradas en sus países-banco-de-prueba, y ya no hay país de misión.
Extraño lo contado por el viajero en este año de 2040, que parece increíble. Dijo más que guardo para otro día.