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Los Beduinos del desierto del Neguev viven con la constante amenaza de demolición de sus casas

Un día, Sliman Abu Zaid se decidió por fin: alquiló un tractor, sacó los enseres de su vivienda y la derribó antes de que lo hiciera la Policía y tuviera que pagar, además, una elevada multa por haber construido de forma, según las autoridades israelíes, ilegal un lugar para vivir.

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Antonio PITA | A Sera

Me duele mucho, pero no me arrepiento, sobre todo porque les ahorré a mis hijos el trauma de ver llegar de repente a los agentes para echarla abajo», explica tranquilo en A Sera, uno de los 45 poblados beduinos que surgen en medio del desierto del Neguev.

Abu Zaid se gastó 23.000 shekels (4.000 euros) en alquilar un tractor y pagar a un grupo de policías para que certificasen la destrucción de su vivienda en al-Groia.

Aún así, asegura, le «costó la mitad y con el mismo resultado» que si lo hubieran hecho los organismos de seguridad israelíes, con multa incluida.

Su vivienda se encontraba en una de las 45 aldeas beduinas que, a ojos de las autoridades israelíes, no existen y, por lo tanto, todas sus construcciones -pasadas o futuras- son consideradas ilegales.

El derribo de hogares se ha convertido en una realidad casi cotidiana y en una constante espada de Damocles en estos poblados de beduinos, palestinos de origen nómada que en algunos casos habita la zona desde hace siglos.

En los primeros once meses de 2007, la Asociación pro-derechos Civiles de Israel (ACRI) documentó 130 demoliciones en este inhóspito desierto.

Legalidad

A diferencia de las destrucciones de edificios en operaciones militares israelíes en los territorios palestinos de Gaza y Cisjordania, que las autoridades israelíes presentan como represalia a atentados, las del Neguev se hacen de acuerdo a la ley.

Además de la legalidad de la acción, el Ministerio israelí del Interior argumenta que la mitad de los 160.000 beduinos del Neguev rechaza su programa para reubicarlos en nuevas ciudades porque prefieren mantener sus históricos modos y lugares de vida.

«Es muy difícil evitar las demoliciones porque son conformes a la ley. Como mucho, logramos aplazamientos de las órdenes», admite la abogada de ACRI Banna Shougri-Badarne.

Es el caso, aunque en vano, de Abu Jabakm, quien acababa de levantar con sus manos un pequeño apartamento junto a la humilde casucha con paredes de chapa de su familia en el poblado de Amra.

La Policía israelí tiró poco después de construido su nuevo apartamento, porque aún estaba desocupado, ante su mirada impotente y con un gesto de rabia contenida en los puños.

En ese momento, su abogado, Motti Yosef, comenzó a protestar a gritos mientras mostraba una sentencia del Tribunal Regional de Beersheva que daba una semana de prórroga a la demolición.

«Se lo he enseñado a los agentes y al conductor de la excavadora, pero me han dicho que les da igual y que se limitan a obedecer órdenes», escupe.

Ese mismo día, en Wadi Al Naam, Juma Abu Rseis acogía con desesperanza el derribo de su hogar apenas cinco minutos antes.

«Mi hijo se va casar pronto. Tendremos que construir otra vivienda. ¿Cómo va a vivir si no? ¿Al aire?», espeta junto a los escombros.

«La discriminación en favor de los judíos respecto a los árabes que se da en todo el país es aún más flagrante en el Neguev porque sus habitantes generalmente carecen de papeles para probar que poseen esa tierra, aunque lo hagan desde antes de la creación del Estado de Israel», en 1948, explica Sheva Oren Iftah-El, profesor de la Universidad Ben Gurion de Beersheva.

A Sera, en cambio, es uno de los escasos poblados beduinos con estos documentos, ya que una disputa entre clanes familiares hace un siglo les llevó a hacerse con certificados de compra.

Uno de sus habitantes, Jalil Alamur, muestra orgulloso un escrito de un tribunal del protectorado británico en Palestina que da fe de la compra en 1921 por su tatarabuelo de su actual casa por 150.000 «libras de oro», un medio de pago empleado habitualmente para hacer efectiva la dote.

Pese a ello, nadie les había informado de que sus tierras habían sido confiscadas en los años ochenta para establecer comunidades judías, lamenta Alamur, quien sólo pierde su perenne sonrisa cuando se le pregunta por el futuro de sus hijos.

«Las próximas generaciones no aceptarán esta forma de tratarnos. No sé cuál será el resultado, pero desde luego será peor», advierte.

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