El Ayuntamiento de Zizurkil, con mayoría artificial de PNV y EA, ha decidido despojar a la memoria de José Arregi y Joselu Geresta de los espacios públicos que honraban sus nombres.

No merece la pena detenerse a observar y juzgar la escasa -si no nula- legitimidad de una corporación nacida de elecciones censitarias y no universales. En Zizurkil -y en toda Euskal Herria- lo sabe todo el mundo: los que pudieron votar y los que vieron raptado su derecho a la participación política. Hasta la propia alcaldesa de Zizurkil lo sabe, lo admita o no. Y si no que le pregunte a los militantes jelkides de Ondarroa, expulsados del partido por no estar dispuestos a hacer la pantomima de la que ella es ahora triste protagonista.

Tampoco es razonable -no, al menos, en esta tierra en la que un tribunal de excepción rige los destinos de personas y bienes- abundar en las razones que llevaron a sus paisanos a reconocer a Joxe Txiki y Ttotto como hijos muy queridos del pueblo que les vio nacer y donde descansan sus huesos. Mejor callar, que a la fuerza ahorcan.

Hay, sin embargo, un aspecto que merece ser tenido en cuenta a la hora de analizar el verdadero sentido de lo ocurrido y el mensaje que, solapado bajo argumentos éticos tan endebles como increíbles, emiten los autores materiales de lo que muchos en Zizurkil -y fuera- consideran una afrenta.

Despojar a Joxe Arregi del espacio público que le dedicó su pueblo es tanto como despojar de reconocimiento a todas las víctimas de la tortura. En su caso, el tormento llevado hasta el extremo de la muerte.

Y borrar a Ttotto del callejero de Zizurkil sólo obedece al más burdo -y absurdo- intento de desterrar de la memoria colectiva que en el régimen postfranquista la muerte oscura, la desaparición de combatientes y la aparición de falsos suicidados no es una mera anécdota.

Eso y no otra cosa ha sucedido esta semana en Zizurkil. Digan lo que digan quienes han rubricado con su firma lo que les han dictado.