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Crónica | Concurso de maquetas de puentes

Alma de romano, sangre blanca y esqueleto de palo

Los puentes son monumentos al entendimiento, signos de prosperidad, sinónimos de progreso. Son, acaso, uno de los inventos cruciales de la humanidad civilizada y casi siempre las primeras víctimas del fuego de la intransigencia. Construir puentes no es tan difícil, sólo hace falta voluntad. Lo demostró ayer el VIII Concurso de Maquetas de Puentes Ingenieros Bilbao-BBK.

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Anjel ORDOÑEZ

Primera hora en una de las pocas mañanas soleadas de esta rigurosa primavera bilbaina. Angel Barreiro es el primero en llegar a la plaza Von Siemens, punto neurálgico de la Escuela Superior de Ingeniería. Viene desde Salamanca, y aunque trae montada gran parte de la novedosa estructura de su puente, todavía le quedan palillos por pegar. Mientras maneja con soltura la tijera y el bote de cola, van llegando el resto de los concursantes a un recinto cargado de cámaras, circunstancia que aprovecha Txantxangorri Euskara Taldea para desplegar una pancarta en la que acusan de «autoritaria» a la dirección de la escuela.

Con la aparición de las siete maquetas que pugnarán por los premios, el público va tomando posiciones. Jóvenes estudiantes cruzan apuestas sobre el resultado final, y en la mayoría vuelve a estar Pablo Cearra, pentacampeón en el apartado de funcionalidad. Se le ve confiado.

Diez y media en el reloj. Juan Luis Sanz, estudiante y copresentador del evento, ya se ha aferrado al micrófono. Y no lo habrá de soltar hasta el final. Va cantando una larga lista de patrocinadores y glosando la historia del concurso: «Quién iba a pensar que un concurso que empezó en los pasillos de la escuela alcanzaría tal repercusión pública».

Palos de helado a millares, litros de cola blanca y kilómetros de hilo bala. Son los materiales permitidos, y todos los concursantes han observado con rigor las bases del concurso. ¿Todos? No, el jurado descalifica a Roberto Polvorosa, estudiante de primero y debutante en el certamen. Ha pagado la novatada pasándose de largo los 6,5 kilos de peso máximo y presentando nueve kilos de elegante y sólido puente. «Lo peor es que, si llego a darme cuenta, habría tardado la mitad en hacerlo», nos asegura.

La emoción de la debacle

Entregados los premios de belleza, a los que también accede en segunda posición el novato Polvorosa, comienza el espectáculo. Es el momento de las baldosas, las del Bilbao de toda la vida. Seis kilos y medio de acera en cada una. Con sumo cuidado y entre sudores de adrenalina, los concursantes las van colocando, una a una, sobre la plataforma de carga de su puente. Ése que han tardado decenas de horas en construir y que, a cada nueva baldosa, se queja con un crujido salido de las entrañas de su esqueleto de palo.

El morbo se ha apoderado ya del ambiente, y a medida que aumenta la carga, todos esperan que se parta. Uno a uno, el peso va desplomando los puentes en un estruendo en tres tiempos: resquebrajamiento de la estructura, colisión de las baldosas contra el suelo y despiadado aplauso del público.

Los más débiles van cayendo y toca el turno al bello. Soporta bien las primeras baldosas, pero pronto llega el primer aviso en forma de crujido de la estructura. Beatriz se lleva una mano a la boca y Aitor titubea mientras supervisa uno de los pilares. Enseguida detecta el problema: algunos palos han comenzado a despegarse. Pinta muy mal. El público pronto sospecha que los concursantes barruntan el abandono y empiezan a presionar: «¡Hasta que parta!», grita un exaltado. Aitor sigue en un mar de dudas, pero Beatriz lo tiene muy claro. Abandonan. A pesar del clamor de los silbidos y lo agrio de las protestas del público, el bello ha salvado el pellejo.

Cuando los jueces se acercan a Barreiro, detrás ya sólo queda un rosario de ruinas de madera y baldosas. Su estructura es tan novedosa como inestable, y aunque parece soportar bien el peso, a su plataforma en suspensión le cuesta un mundo mantener el equilibrio. Al final, un fallo en los contrapesos termina con su sueño estampado contra el pavimento.

Y sólo queda uno. El romano. Ya no hay baldosas y Pablo Cearra va disponiendo planchas de hierro de a diez kilos sobre su impecable estructura de inspiración milenaria. Nunca antes se le ha roto un puente, pero esta vez no quiere decepcionar: no parará hasta que se parta. Y se parte. 592 kilos han tenido la culpa. El campeón «esperaba un poco más», según él mismo nos confiesa, pero está satisfecho y volverá a presentarse el próximo años. La gloria (y los 500 euros del premio) le esperan.

 

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