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Kepa Tamames Ensayista

La niña de Huelva

Quiero pensar que cualquier debate de carácter moral, y siempre que se aborde desde su lado didáctico, refleja per se el grado de higiene democrática de la sociedad donde anida «Así, así le hacía yo», manifestaba impertérrita ante la cámara una señora de cierta edad, con un lenguaje gestual que helaba el alma, emulando sin saberlo al mismísimo Norman Bates en una mala tarde

No tengo intención alguna -y aún menos interés- de hablar de la niña de Huelva, la pequeña asesinada que ocupa portadas de periódicos. Se trata de un caso más entre los que por desgracia ha de soportar una sociedad marcada por el estigma de «la condición humana». Muertos por doquier. Mujeres a manos de sus maridos, niños a manos de los adultos, adultos a manos de los niños, maridos a manos de sus mujeres, animales a manos de maridos, mujeres y niños. Pura y simple casuística, qué quieren que les diga, lo que no quita para que podamos descender al hecho concreto y percibir con nitidez la tragedia que supone la agresión física y moral en nuestra sociedad.

De cualquier forma, a mí el caso de Huelva me suscita varias reflexiones, y hasta bien pudiera tratarse de eso que ahora llaman «efectos colaterales». No hablo de cuestiones reservadas a visionarios o superdotados -ya me contarán qué pinto yo en tales epígrafes-, sino de realidades que están ahí, adormiladas, pero que estallan con virulencia cuando determinados factores confluyen, reflotando aspectos de nuestra esencia que resultan ilustrativos como pocos. Seguro que hay más, pero me detendré en tres de ellos, que considero especialmente preocupantes.

Acuden a mi retina en primer lugar imágenes de familiares de la desdichada criatura pidiendo a la justicia que les ceda por unos instantes el protagonismo, pues se comprometen en apenas unos minutos a, digamos, resolver el caso. «Así, así le hacía yo», manifestaba impertérrita ante la cámara una señora de cierta edad, con un lenguaje gestual que helaba el alma, emulando sin saberlo al mismísimo Norman Bates en una mala tarde. «Que nos lo dejen, que nos lo dejen a nosotros». Pues no, señora mía, parece que usted no se ha enterado todavía de que éste es un país organizado, civilizado en el grado que corresponda, manifiestamente mejorable si se quiere, con todos los defectos que a uno se le ocurran y algunos más, pero -al menos de manera oficial- un estado de derecho. Poco edificante la escena de la abuela acuchillando el aire a falta de carne viva, máxime cuando se trata de una ciudadana con todos sus derechos civiles intactos -supongo-, incluido el sacrosanto derecho a voto.

Voy ahora con lo de la «presunción de inocencia». Yo es que no me acabo de aclarar qué implica en la práctica tal prebenda, pues hasta los niños conocen ya nombre, apellidos y rostro del detenido -de éste y de otros muchos-, sin haber sido aún juzgado. Debe de ser que uno no ha comprendido el abecé del concepto de democracia, porque en una sociedad jurídicamente decente ésta es la hoja de ruta para que alguien sea culpable de algo, que se sepa. Entiendo que los medios de comunicación cometen un craso error reproduciendo las imágenes de un inocente, ofreciéndonos toda suerte de detalles sobre su filiación y una biografía pormenorizada, porque ese hecho constituye en sí mismo una condena que el escenario oficial de las leyes no contempla. Y adosar a la noticia el manido «presunto» apenas constituye una burda operación cosmética que no debiera admitir ningún código deontológico. A lo mejor se debe a mi naturaleza ingenua, pero soy de los que creen que la justicia, al menos en lo que a nominalizaciones públicas de encausados concierne, tendría que ser un espacio por completo opaco para la sociedad civil.

Tercera cuestión, escurridiza como la que más: la ancestral búsqueda de la justa correspondencia entre crimen y castigo. La realidad punitiva se nos presenta como un área de reflexión apasionante. Lo es desde hace siglos y continúa siéndolo en la actualidad. Quiero pensar que cualquier debate de carácter moral, y siempre que se aborde desde su lado didáctico, refleja per se el grado de higiene democrática de la sociedad donde anida. Y como no puedo extenderme más, lanzo una batería de preguntas, así, sin anestesia y con toda su carga genérica. ¿Qué hace un ciudadano en el pudridero que supone la cárcel cuando no supone para la colectividad un peligro mayor del que podamos suponer usted o yo mismo, libres e impolutos? ¿De verdad creemos que es algo intrínsecamente progresista la imposibilidad de que un menor de edad o un anciano vayan al trullo? ¿Por qué nos espanta la hipótesis de establecer algo así como los «comités revisionarios», una suerte de grupos formados por profesionales y expertos que puedan reevaluar cada caso, individualmente, para cortar o alargar penas según realidades y circunstancias?

Me resisto a terminar sin dejar patente mi nausea ante el morbo que al parecer suscitan este tipo de situaciones -vuelvo a lo de la niña-, y que no nos deja precisamente bien parados en el plano de lo moral. La culpas se reparten por igual entre el propio protocolo de la policía, aparentemente incapaz de proceder con discreción en el traslado de «presuntos» delincuentes; de los medios, que no dudan en colocar en primera plana la cara desencajada de un familiar amenazando al «presunto»; y quienes componemos la sociedad civil, jugueteando a jueces con una frivolidad pasmosa mientras nos entretenemos observando la carga policial contra la masa que zarandea el coche blindado. Ya imagino que en todos los sitios cuecen habas, pero no es menos cierto que en este santo país conviven en turbadora, siniestra avenencia, la nanotecnología y el cuajarón de sangre.

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