Refugiados iraquíes en Egipto, la tragedia nunca reconocida
Escapó desesperada de Basora hace tres años. Su nombre figura en una lista de la muerte, junto a sus dos hijos, de una milicia de la zona. Vio cómo mataban a su esposo, quien había trabajado para el Partido Baaz y el dolor le impide relacionarse. Le teme a la gente. Vive en un apartamento de dos cuartos en el barrio cairota de Sheik Said, sin muebles y el único adorno de sus paredes despintadas es un retrato de su amado.
Karen MARON
Ella tiene miedo. No quiere fotos, le cuesta hablar y está constantemente enferma. No quiere decir su nombre real, pero se hace llamar Nadua. Sólo sus hijos, Ilaf, un joven ingeniero en petróleos que no consigue trabajo en este país, y el adolescente Mustafah, orgulloso de su camiseta del Real Madrid, aceptan identificarse.
Parte de su familia está en su ciudad natal, la segunda en importancia después de Bagdad y el principal puerto del país, donde nació el imaginario Simbad el Marino de las Mil y Una Noches, pero no tiene noticias de ellos. No sabe cómo se encuentran, pero de lo que está segura es de que nunca volverá a su querido y desgarrado Irak. «Nadie cuida de nosotros aquí, somos refugiados invisibles», dice esta mujer de unos 40 años tras una hijab negra cubriendo su cabeza y parte de su rostro. Profundizando en sus penurias, al llegar a El Cairo fue timada por una iraquí que le hurtó sus últimos 10.000 dólares, dejándola en la miseria.
Nadua es una de los 150.000 refugiados iraquíes que se encuentran entre El Cairo, Alejandría y otras ciudades más pequeñas, escapando de la muerte, los secuestros las torturas y los ataques militares. Es una de las que lo han perdido casi todo. Desde su marido, la identidad, la salud y propiedades. Y aunque Shams, una empresaria bagdadí, divorciada y con un niño de diez años, le haya dado trabajo y amistad invocando que «todos aquí somos una gran familia y nos ayudamos entre nosotros», la vida de Nadua ha cambiado para siempre.
Es una más del gran número de refugiados iraquíes que sufren trastornos sicológicos, provocados por la violencia sectaria que les obligó a huir de su país. La doctora Ahlam Tobia, que trabaja con los refugiados en esta ciudad, alerta que son muchos los que sufren problemas sicológicos o relacionados con el estrés, que incluso derivan en complicaciones cardiacas y otras afecciones. «El estrés causado por las malas noticias y por la falta de oportunidades laborales o educativas ha incrementado el porcentaje de ataques al corazón y de personas con diabetes», asegura la especialista.
Expone casos de mujeres que han perdido el habla tras situaciones de shock, de niños con problemas de crecimiento y de jóvenes que están perdiendo el cabello o la vista. Además, explicita que los niños sufren enfermedades poco comunes, que relaciona con los residuos radiactivos utilizados durante el conflicto entre Irak e Irán y en la primera Guerra del Golfo, lo que eleva el número de enfermedades congénitas respecto de otras comunidades de refugiados.
La crisis que nadie ve
Desde 2001 empezaron a llegar iraquíes a El Cairo, pero después de la ocupación y tras los bombardeos de Samarra de 2006 se convirtió en un aluvión. Los primeros, tras la caída de Saddam, eran suníes en su mayoría, pero ahora también se encuentran cantidades significativas de iraquíes chiítas y cristianos y son parte de los más de cuatro millones y medio de desplazados internos o refugiados en otros países que está provocando una catástrofe humanitaria, sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial.
Además de causar la muerte violenta de más de un millón de iraquíes sobre una población de 26 millones, según los datos suministrados por la revista británica «The Lancet», más de dos millones personas se han visto desplazados dentro de su propio país, mientras que otros dos millones más están diseminados, fundamentalmente, en los países vecinos, calcúlanse en unos 60.000 la media mensual de los iraquíes que han abandonado su país.
Considerados como «daños civiles colaterales», cientos de miles de familias iraquíes conforman hoy una diáspora obligada, mientras la comunidad internacional ignora la crisis humanitaria creada por la ocupación estadounidense.
«Cuando las tropas de ocupación derrocaron a Saddam, lo celebramos con alegría. Pero, después, la vida se convirtió en un auténtico calvario» relata cansada Azhar, vecina de Nadua. El festejo por la caída de Saddam Hussein, quien tuvo en el cadalso en 1971 a su esposo en el denominado The Palace of The End, el sótano del palacio donde fue asesinado el rey Faisal II en 1958,duró poco tiempo. El crecimiento de las milicias armadas que luchan por poder y territorio, roban casas y secuestran, le confirmó que el caos se había iniciado.
«No había forma de estar allí. La violencia era incontrolable. En realidad Irak está dominado por gangsters. Cuando las milicias empezaron a operar, uno no se podía defender y empezó la inseguridad. Pero además no hay luz, agua, sólo secuestros y muertes», afirma Azhar. Esa situación la obligó a ella, una inspectora de escuelas, a instalarse en El Cairo, aún contra sus deseos. Su esposo, un refinado ingeniero en petróleos nacido en Basora y de origen persa, quien perdió el 70% de la visión del ojo derecho por las torturas, la acompaña, junto a su hija Fátima, de 24 años, que estudia Arte y Cine.
Azhar es una privilegiada al obtener un trabajo en una empresa internacional, pues el Gobierno egipcio le otorga a los refugiados una residencia que deben renovar cada seis meses, pero no les permiten trabajar legalmente ni enviar a su hijos a escuelas públicas, marginándolos de la vida económica y social.
Un condena más a las víctimas de una catástrofe que empezó hace cinco años y que perfila con extenderse por años más en una crisis que ha desatado el mayor desplazamiento en Oriente Medio desde 1948.