Cuando el espectador alcanza el epicentro del metraje de este filme de obligada visión, le asaltan los mismos fantasmas que dinamitaron las esperanzas albergadas, fugazmente, por los habitantes de Villar del Río. A simple vista, surge la comparación inevitable con «Bienvenido Mr. Marshall» porque también en «El baño del Papa» se nos habla de un anhelo común y compartido en el cual las quimeras dejan de serlo y pasan a convertirse en ensoñaciones que creemos tangibles. A medida que avanza la odisea vital compartida por los habitantes de la localidad uruguaya de Melo, el espectador tropieza con el irreductible orgullo que también mostraron los pobres en la berlangiana «Plácido». Pero, sobre todo, y puestos a buscar comparativas, subyace en el espíritu de esta magnífica tragicomedia el tono empleado por los maestros italianos para retratar el neorrealismo de una sociedad empeñada en sobrevivir a su propio naufragio económico-emocional.

Teniendo estos referentes bien presentes en la retina del recuerdo, al espectador no le queda más que dejarse llevar a través de esta sutil experiencia humana retratada en tonos vivos por los debutantes Enrique Fernández y César Charlone, los cuales, sobre todo, ponen todo su esfuerzo en mostrar la conducta de una comunidad pobre pero nunca miserable.

Tomando como referencia el caso verídico que vivió la localidad uruguaya de Melo cuando el «Papa viajero» recaló en su olvidada tierra, la película relata las atropelladas jornadas que alteraron momentáneamente la dura rutina de unos habitantes que, si bien están abocados a pelear diariamente por un jornal escaso, jamás perderán la cordura, la sonrisa y, sobre todo, su predisposición a levantarse de la lona cada vez que la vida les propina un nuevo KO. Tal es el caso del protagonista de esta propuesta rabiosamente vital que, a lomos de su bicicleta, y mientras cruza la frontera que delimita su comunidad con la vecina Brasil, planeará su gran idea contagiado por el sueño colectivo que inspiró un espejismo blanco y viajero.