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Jakue Pascual Sociólogo

Periplo por la memoria

El acto de Sartaguda era nuestra excusa para reencontrarnos con la memoria familiar, con los presentes y los ausentes. Un lugar donde volver a erigir las viejas enseñas de la solidaridad republicana: socialista, anarquista, comunista y abertzale

Viajero del tiempo, transito hasta un valle escondido en los confines de la memoria, muy cerca de la marca sur de Euskal Herria, allá en Tierra Estella. Una pequeña foz que se llama Berrueta, en donde el Guardián de Congosto otea el suave serpenteo del Odrón. Un lugar de piedras mágicas por entre las que jugué veranos libres de mozalbete, observado desde lo alto por la atenta mirada de Gregorio de Ostia. Ahora es de noche y los canalillos se desbordan cubriendo las calles con un fino barniz de agua. El repiqueteo de la lluvia susurra insistente un hechizo que se filtra por los muros rojos de adobe: «Mues, muesaja, en cada casa una raja, y en casa del alcalde la más grande, en casa del cura la más oscura».

Día siguiente. Rumbo hacia el Ebro. Tenemos una cita con la historia. Cruzamos el Camino de Santiago por Los Arcos y miramos de reojo su precioso pórtico plateresco. «Nigra sun sed Formosa»; sus ojos almendrados sonríen nuestro paso peregrino. Dejamos Sesma a la izquierda y antes de llegar a Lodosa un gran atasco nos detiene al lado de dos cruces con flores que nos advierten, desde la cuneta, de las palabras del General Mola: «Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta, para reducir lo antes posible al enemigo». Hay tonos verdes que no cambian. Desatado el nudo, los forales nos desvían por entre el acueducto romano y la medieval Torre de Rada. El gentío ha colapsado la entrada oeste a Sartaguda. Aparcamos entre melocotonares y pasamos sobre el encabritado Ebro. Nunca había visto llover tanto en esta parte del mundo. En la colina se yergue el pueblo de las viudas.

Una gran escultura asoma como un monolito sobre el Parque de la Memoria. Banderas rojas, amarillas y moradas e ikurriñas tiñen de república un círculo cortado por un muro negro, donde reposan las señas de los asesinados. Es un día triste en el que las lágrimas afloran, mientras dedos familiares recorren cada una de las letras que componen los nombres de los 3.240 fusilados navarros en una guerra, de expurgación y codicia, sin frente. «La Internacional» suena en la fanfarre y nos desparramamos, como un torrente bajo la tupida lluvia, por todas las direcciones del antiguo reino. El acto de Sartaguda era nuestra excusa para reencontrarnos con la memoria familiar, con los presentes y los ausentes. Un lugar donde volver a erigir las viejas enseñas de la solidaridad republicana: socialista, anarquista, comunista y abertzale.

Hora de volver. Atrás dejamos la Sierra de Codés, Cábrega y las Peñas de Murillo bajo el imponente barroco de San Gregorio. Pasamos por el enclave estratégico de Monjardín, que defiende Lizarra. Miramos silenciosos como se recorta agazapado en Ezkaba el fuerte San Cristóbal: Gubernativos y paseíllos sin juicio en una ladera rellena de osarios... Y una fuga. Divisoria de aguas Dos Hermanas. Leizaran nos desciende hasta la Zurriola y en la Avenida de Navarra me asalta lejana la visión del busto del Coronel de Los Cuarenta con un bote de pintura en la cabeza. Al fondo, en Ulia, bajo la Atalaya del Ballenero, Aranzadi señala lo común de otra tumba. Los fantasmas de nuestros muertos nos recuerdan que este país, tan lleno de fosas sin nombre, se merece algo mejor.

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