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Rajoy y el doctor Frankenstein

Ramón SOLA Corresponsal político

Hay un dato que resume de modo apabullante qué es María San Gil en el PP. El 22 de marzo de 2006 saltó la noticia de que ETA abría un alto el fuego indefinido. Era el acontecimiento del año. María San Gil estaba en Avilés para celebrar una conferencia y no dudó en realizar la primera valoración del PP. Afirmó que ETA había tomado esa decisión porque «necesita que Zapatero siga en La Moncloa», aventuró que a partir de ahí el PSOE haría «cesiones» y quitó importancia al comunicado porque «tiene que pedir perdón y entregar las armas». El líder, Mariano Rajoy, preparaba entonces su declaración. Cuentan que entró en cólera al conocer que San Gil ya había hablado. Probablemente no iba a decir nada muy distinto, pero eso no le quitaba un ápice de gravedad al episodio.

Sobra decir que ni Rajoy ni nadie censuró a San Gil aquel adelantamiento indebido. Lo mismo ha ocurrido estos días: «María es un referente moral» (Esperanza Aguirre); «María es lo mejor» (Ángel Acebes); «María somos todos» (Jorge Moragás); «Hay que hacerle más caso» (Antonio Basagoiti). Militar en Euskal Herria, en la primera línea, y más con sus antecedentes personales, otorga bula. Algo similar ocurre con Regina Otaola, alcaldesa impuesta en Lizartza. Acaba de afirmar, por ejemplo, que «parece que el PP no apuesta por la libertad y la dignidad». Pero está a la vista que nadie en el PP de Madrid se atreverá a afeárselo.

Rajoy lo sabe, y por eso ha hecho dos intentos de atar en corto a San Gil, conocedor de que sus hilos no los mueve él. El primer intento, fallido, fue tratar de convertirla en número dos de la lista de Madrid. El segundo, encomendarle la redacción de la ponencia política del PP. El encargo sonó ya como un elemento disonante en la estrategia de Rajoy de moderar el partido; no casaba con la opción por nuevas caras como Sáenz de Santamaría, ni con la jubilación de Acebes y Zaplana, ni con el «aggiornamiento» paralelo de Miguel Sanz en Nafarroa, ni tampoco con el modo chusco con que la propia San Gil zanjó las peticiones de cambios de Basagoiti o Alonso en Euskal Herria («no se han explicado bien»). La jugada era astuta, sin duda: redactar una ponencia política parece una responsabilidad de peso, pero en realidad no es más que poner en negro sobre blanco un conjunto de obviedades y de ambigüedades que no condicionan la práctica diaria. De paso, Rajoy escenificaba su apuesta por la «periferia» en detrimento de Madrid, donde pierde; los otros dos redactores han sido un canario (José Manuel Soria) y una catalana (Alicia Sánchez Camacho).

El dilema le ha llegado a San Gil al final de la ponencia, lógicamente. El problema no era el texto en sí, sino la foto posterior. La donostiarra sabía que presentarlo públicamente le integraba de facto en el nuevo equipo que va formando Rajoy y, en la misma medida, le distanciaba definitivamente de su «padre político», Jaime Mayor Oreja. Así que se plantó.

Como el doctor Frankenstein, Rajoy probablemente esté lamentando ya haber insuflado tanta vida a un ser que se mueve desde otro mando a distancia: el de Mayor Oreja.

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