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Víctor Moreno escritor y profesor

Alimañas de la renta

Con su habitual ironía, Víctor Moreno evoca el poder transformador del dinero, capaz de provocar en el ser humano los comportamientos más deplorables e incluso cambiar su pensamiento tantas veces como posibilidades tenga de aumentar su capital, para dejar en evidencia la influencia que tiene en los jerarcas eclesiales. Explica la necesidad de poder económico de la Iglesia como medio de sostener un poder moral efectivo sobre la población y sostiene que, «por dinero, la Iglesia es capaz de cualquier bajada de casullas».

De casi todas las paranoias que perturban el ánimo de las personas de este mundo, el dinero es su causa inmediata o mediata. El dinero tiene un poder de transformación inaudito. Por obtenerlo, el ser humano es capaz de cualquier infamia. No sólo de matar, que es lo más común, sino, incluso, que ya es decir, de modificar radicalmente, aunque sólo de forma coyuntural, su pensamiento. Lo volverá a cambiar en cuanto le ofrezcan una mayor cantidad de dinero.

Que el sujeto animal semoviente, vulgar y de autobús diario se apreste a airear sus biorritmos intelectuales y éticos por unos miles de euros es imagen bastante común y repetitiva. Lo vemos casi cada mes en el mundo de la política, de los negocios, de la prensa y de la intelectualidad, muy intelectual ella, pero nada kantiana.

Lo que resulta insólito es que los obispos participen también de este repugnante espectáculo, y que a los ingenuos moralistas hunda en una hipocondría de cuidados paliativos. Y es que, en verdad, no resulta ejemplar la contemplación de unos hombres, todos ellos puros y castos como los carrizos de agua dulce, arrastrándose ante las babas del Estado para conseguir que éste financie su, dicen, maltrecha economía metafísica y de la otra. Incomprensible actitud, pues ellos mismos dicen, ¿qué importancia tendrán tales euros si, en el intento, no sólo pierdes el bazo teológico, sino, sobre todo, la dignidad y el orgullo? En realidad: ¿tienen dignidad, dignidad común, entiéndase, los obispos, en general, y los de la Conferencia Episcopal, en particular?

Por mucha teología mistificadora que echen al asunto, lo tiene muy difícil la obispada para convencer al respetable ignorante de que su gesto de doblegarse ante el César para conseguir de éste unos dineros entra en los planes salvadores del Redentor. No sólo eso. ¿Cómo sabe esta Iglesia carroñera que el dinero que conseguirá mediante la X de la Renta es dinero limpio, que no huele mal, que no procede de extorsión, del blanqueo, de la mentira de unos contribuyentes que se la tienen más que cogida al Estado? Bueno. Tampoco me pasaré de ingenuo. Pues no ignoro que ésa ha sido la constante histórica de la Iglesia institucional y jerárquica: conseguir dinero hasta de las mafias más criminales y, por supuesto, del tráfico de fetiches de lo más inverosímiles, por supuesto que sagrados, como, entre otros, «el santo prepucio de Cristo».

Quizás el problema de fondo sea un misterio o cuestión sociológica de altura, digna de un análisis de Weber. La pregunta es paradójica, pero tiene su miga: ¿es posible un poder moral efectivo sobre la población sin tener, al mismo tiempo, poder económico? No. El comportamiento de la Iglesia jerárquica así lo atestigua. También podría formularse de modo más cruel: ¿sólo se embarcan en reformas morales colectivas quienes, individualmente, son unos rufianes, éticamente hablando? Los ejemplos abundan en cualquier ámbito.

Lo que más sorna produce es que la obispada doblegue el espinazo de su ser teológico ante un poder político al que considera una prolongación quintaesenciada del mal. Y es que sería muy raro encontrar en la historia más reciente -la excepción quizás fuese la II República-, exabruptos del grosor y calidad infamante que la obispada actual ha vomitado contra el Gobierno. Porque es a este gobierno y no a otro al que sus sacratísimas eminencias no han parado de escupir y motejar, a quien le exigen la financiación de su «empresa moral y caritativa» mediante el nuevo artilugio del 0,7% de la renta. Es evidente, que, por dinero, la Iglesia es capaz de cualquier bajada de casullas.

Claro que lo del Gobierno tiene también una traca lastimera impresionante. Porque no ignoran los socialistas que la exigencia eclesial es, cuando menos, «irregular». El dinero que consiga la obispada de los Presupuestos Generales no es como el resto del dinero de los contribuyentes destinado a servicios públicos, sino que se utilizará para mantener una confesión particular, en este caso, la católica; y, para más masoquismo, sufragar campañas contra el propio Gobierno que la alimenta. El nuevo mecanismo de financiación eclesial establecido por el Gobierno renueva la llamada partida presupuestaria de «Mantenimiento del culto y del clero», cuya vigencia explícita expiró hace décadas. No sólo contradice el carácter aconfesional del Estado, sino, mucho más grave, supone una clara intromisión de éste en cuestiones de religión y convicciones, al patrocinar unilateralmente la promoción de unas ideas o confesiones particulares, en este caso católicas. La verdad es que se tiene la sensación de que la Iglesia es ese buitre despiadado y carroñero, que en materia económica conocemos, gracias a ciertos gobiernos, los cuales le siguen teniendo un miedo feudal.

Menos mal que, en ocasiones, suceden hechos que muestran sin ambages su verdadero rostro, el de su inclinación pecaminosa hacia el dinero.

En el año 1995, las parroquias oscenses -pertenecientes a la diócesis de Lleida- se reintegraron a la diócesis de Barbastro-Monzón. Se esperaba que también lo hiciera su patrimonio artístico y documental, pero el obispado ilerdense se negó a devolver las obras de arte que, según replicó, se encuentran en su museo «en calidad de depósito». Y eso que hay sentencia, incluso de la Santa Sede, en contra del obispado de Lleida.

Lo alucinante del caso es que este obispado en el año 2006 remitió al «Periódico de Aragón» una factura por valor de 6.780 euros. ¿Su «pecado»? Haber reproducido las 113 obras de arte pertenecientes a las parroquias oscenses, y que entregó gratuitamente a sus lectores. La factura revelaba que el museo diocesano había cifrado en 60 euros cada imagen. Sin embargo, el periódico, estupefacto, aseguraba que «el obispado no tiene empacho en partir retablos y frontales para multiplicar por tres esa cantidad en algunas imágenes».

¿Empacho? Para nada. Es la marca trinitaria de la casa. Pues la Iglesia lo que factura lo hace siempre en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Tres personas distintas, pero un único deseo verdadero: el vil metal encantador.

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