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Jon Odriozola Periodista

Pantagruel y Carpanta

El plato consistía en espuma de salmón sin espuma y sin salmón (lo llamaba «volavérunt») con sal desalada, salsa aguatxirri y dos granos de nuez moscada y mosqueada. Qué, ¿a qué sabe? No sabe a nada, pero es extraordinario. Esa era la idea -dice-, que no sepa a nada

A «Pinki» y Alfontso Etxegarai

Yo, Carpanta, quedé con Pantagruel -que se separó de Gargantúa por crueldad mental al descubrir que era transexual- en un txoko para celebrar algún aniversario de la «nueva cocina vasca» y tal. Allí, en la Sociedad Trimalción, sita en la calle Satyricón junto a la tasca Al Fondo Hay Sitio, fuimos recibidos por el anfitrión Caius Apicius y su sobrino Lúculo. Su pretensión: asombrarnos con platos revolucionarios.

Salve -saludamos Panta y yo-, Caius Apicius, los que venimos a jamar te saludan, ¿qué has preparado hoy? Sorpréndenos. Salve, plebeyos, hoy distraerá vuestro gárrulo paladar con ambrosías inenarrables. Para empezar, he hecho una sopa de tierra... ¿De tierra, Caius? Sí, gañanes, pero de tierra vietnamita, probad a qué sabe y opinad en este mundo libre y de economía libre de mercado. Sabe -decimos-. a tierra de cojones. Ajajá, eso le da autenticidad, dice Caius mientras nos pasa un botijo de agua. Excelente y exótico, decimos, ¿y cuánto vale este manjar? Oh, gente vulgar, esta papaverina no tiene precio. Ya -digo yo-, entiendo, o sea, que es gratis. ¡Jajajá, qué divertido eres!

¿Y de segundo plato, qué tenemos? dice Panta. Humm, sólo de decirlo, engordo. Veréis, tragaldabas, hojaldre de ladrillo de adobe palentino con sabor genuino medieval, degustad y decid. Joer, qué rico, yo es que me chupo los dedos, dice Panta, y el materialista epicúreo Carpanta, o sea, yo, con lo mismo, ergo: ¿cuánto cuesta esta novena maravilla del mundo? Jejejé -ríe flojo Caius-, ¿acaso los dioses ponemos precio al néctar? Detenéos en su valor de uso y no en su valor de cambio. No somos economistas, somos restauradores y, si me apuras, filósofos. Hacemos feliz a la gente (de todas clases) por el estómago y somos estómagos agradecidos, qué lindo lema me salió. Acabaré en un Olimpo más por gracioso que por yo qué sé.

Pasamos al tercer plato que fue la endivia y la envidia de don Salpicón y su escudero Sancho Panza, allí presentes. Y que consistía en espuma de salmón sin espuma y sin salmón (lo llamaba «volavérunt») con pizcas de sal desalada, salsa aguatxirri y dos granos de nuez moscada y mosqueada. Qué, ¿a qué sabe? A nada, decimos, no sabe a nada, pero es extraordinario. Esa era la idea -dice-, que no sepa a nada, porque nada ya es algo, y que me perdone Heidegger que fue cocinero ario antes que fraile nazi. Y no me preguntes -se dirige a mí- cuánto vale pues soy artista. No se ha hecho la miel para la boca del asno.

En los postres, con la andorga ahíta, haciendo bachilleradas y borborigmos (eructando), Caius, ebrio de apoteosis en el ágape, nos pasmó con un mouse de hierba de vaca ensilada -así se dice para los legos- con un dado de tocino de cielo braseado que nos devolvió la fe en Dios y eso. De copa tomamos un «horujo», con hache, pues -según Apicius- era mejor -vasodilatador, dijo- que el orujo sin hache. Luego jugamos al mus con «Txirón» de Arrasate que no paraba de descojonarse el tío. Y aún no sé por qué, oche.

P.S.: en mi último articulo naturalicé a Iñaki Errazkin de donostiarra, cuando es vizcaino.

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