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El cardenal y jesuíta Martini defiende una reforma en profundidad de la iglesia

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Juan G. BEDOYA |

«La Iglesia debe tener el valor de reformarse». Ésta es la idea fuerza del cardenal Carlo Maria Martini (Turín, 1927), uno de los grandes eclesiásticos contemporáneos. Con elogios al reformador protestante Martín Lutero, el cardenal pide a la Iglesia católica «ideas» para discutir hasta la posibilidad de ordenar a viri probati (hombres casados, pero de probada fe), y a mujeres. También reclama una encíclica que termine con las prohibiciones de la Humanae Vitae, emitida por Pablo VI en 1968 con duras censuras en materia de sexo.

Papable y jesuíta

El cardenal Martini ha sido rector de la Universidad Gregoriana de Roma, arzobispo de la mayor diócesis del mundo (Milán) y papable (su nombre sonó con fuerza en el último Sínodo en el que salió elegido Joseph Ratzinger). Es jesuita, publica libros, escribe en los periódicos y debate con intelectuales. En 1999 pidió ante el Sínodo de Obispos Europeos la convocatoria de un nuevo concilio para concluir las reformas aparcadas por el Vaticano II, celebrado en Roma entre 1962 y 1965. Ahora vuelve a la actualidad porque se publica en Alemania (por la editorial Herder) el libro «Coloquios nocturnos en Jerusalén», a modo de testamento espiritual.

Sin tapujos, lo que reclama Martini a las autoridades del Vaticano es coraje para reformarse y cambios concretos.

El celibato, sostiene, debe ser una vocación porque «quizás no todos tienen el carisma». Espera, además, la autorización del preservativo. Y ni siquiera le asusta un debate sobre el sacerdocio negado a las mujeres porque «encomendar cada vez más parroquias a un párroco o importar sacerdotes del extranjero no es una solución». recuerda al Vaticano que en el Nuevo Testamento había diaconesas.

Homosexualidad

Sobre la homosexualidad, el cardenal dice con sutileza: «Entre mis conocidos hay parejas homosexuales, hombres muy estimados y sociales. Nunca se me ha pedido, ni se me habría ocurrido, condenarlos».

Hoy, retirado y enfermo -acaba de dejar Jerusalén, donde vivía dedicado a estudiar los textos sagrados-, ha vuelto a Italia para ser atendido por médicos.

Desde la capital palestina, la vida se ve de otra manera: «Hubo una época en la que soñé con una Iglesia en la pobreza y en la humildad, que no depende de las potencias de este mundo (...) Una Iglesia que transmite valor, en especial a quien se siente pequeño o pecador. Una Iglesia joven. Hoy ya no tengo esos sueños. Después de los 75 años he decidido rogar por la Iglesia».

En el trasfondo de sus manifestaciones de ahora, donde el cardenal aparece a veces angustiado -con un sentimiento más trágico de su fe-, surge el debate interminable del enfrentamiento de la Iglesia de Roma con la ciencia y el pensamiento moderno. Nuevamente, es un jesuita quien vuelve a plantear la discusión, para disgusto del Vaticano. La ventaja de Martini es que no está ya al alcance de ninguna pedrada. El también jesuita George Tyrrell fue castigado sin contemplaciones y suspendidido de sus sacramentos. Incluso se le negó sepultura en un cementerio católico cuando falleció en 1909. Su pecado: reivindicar, como Martini, el derecho de cada época a «adaptar la expresión del cristianismo a las certidumbres contemporáneas, para apaciguar el conflicto absolutamente innecesario entre la fe y la ciencia».

Lo que buscan todos estos pensadores es espantar cualquier riesgo de cometer otra vez el error Galileo.

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