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Se cumple un siglo del impacto de un cuerpo celeste en Siberia

Tunguska, el misterio que llegó del cielo

Hoy hace cien años se produjo la colisión más importante de un cuerpo celeste contra la superficie de la Tierra desde el meteorito que supuestamente acabó con los dinosaurios hace 65 millones de años. Sucedió en Tunguska, en Siberia, y fue un aviso de que el peligro también está ahí fuera.

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Joseba VIVANCO

A la hora del desayuno, yo estaba sentado cerca del puesto comercial de Vanvara, mirando al norte. De repente, vi que, directamente al norte, sobre la ruta Onkonul de Tunguska, el cielo se abrió en dos partes y apareció fuego, muy alto y muy ancho, sobre todo el bosque. La grieta en el cielo se hizo más grande, y toda la parte norte se cubrió de fuego. De golpe, sentí tanto calor que se me hizo insoportable, como si mi camisa se quemara. Me la quise quitar y tirarla lejos, pero entonces los cielos se cerraron y se escuchó una fuerte explosión. Fui arrojado a varios metros de distancia. Perdí el sentido por unos instantes, pero entonces mi mujer salió y me llevó a la casa. Luego de eso se oyó un ruido, tal como si grandes rocas rodaran unas contra otras o como de un fuego de artillería. La tierra tembló, y cuando caí al piso, apreté mi cabeza contra la tierra, porque temía que me cayeran piedras encima y me golpearan. Cuando el cielo se abrió, un viento ardiente pasó entre las casas, como el que sale de la boca de los cañones, dejando surcos en el suelo y destruyendo los sembrados. Luego, vimos que todas las ventanas se habían roto, y, en el granero, el pestillo de hierro de la cerradura se había partido en dos».

La descripción no pertenece a ningún ejercicio literario de ciencia-ficción de Arthur C.Clarke, sino a uno de los testigos directos de la mayor colisión de un objeto celeste contra el planeta Tierra en la historia moderna de la humanidad. Sucedió hace un siglo, el 30 de junio de 1908, y todavía hoy la clase científica sigue discutiendo qué fue lo que impactó o estalló en, o sobre, la afortunadamente deshabitada taiga siberiana.

En lo que difieren es en si se trató de un asteroride o de parte de un cometa; lo de una explosión nuclear o una nave extraterrestre forma parte del mito creado en torno a un evento que, como sí escribió Clarke en una de sus novelas en las que un objeto exterior colisionaba contra la Tierra, «podía no volver a ocurrir en mil años, pero podía volver a ocurrir al día siguiente». Ésa es la lección que hace un siglo nos legó Tunguska.

El verano de 1908 fue rico en bólidos llegados del espacio. Desde el 23 de junio se venían observando brillantes crepúsculos en al menos diez ciudades del Viejo Continente, incluyendo la Rusia europea y la parte occidental de Siberia. Fenómenos que fueron incrementándose en intensidad hasta alcanzar su apogeo el 30 de junio. Aquella mañana, sobre las 7.17, una gigantesca bola en llamas atravesó el firmamento de la Siberia central. En cuestión de segundos, una explosión equivalente a la detonación de 12,5 megatones -como unas mil bombas de Hiroshima- se abalanzó sobre 2.200 kilómetros cuadrados de bosque, una superficie similar a la del conjunto de Gipuzkoa.

Consecuencias del impacto

La onda expansiva, registrada en numerosas estaciones de otros lugares del mundo como si de un terremoto se tratara, fue tal que tumbó literalmente decenas de millones de pinos, abetos, abedules y álamos. A 60 kilómetros de la zona de explosión la gente atestiguó haber sido atravesada por una ráfaga de calor o haber salido volando por los aires varios metros. Incluso mucho más lejos se reportaron testimonios de haber sentido una fuerte vibración o de nómadas que llegaron a caerse de sus monturas. No hubo constancia de víctimas humanas, pero sí de animales, caso de renos.

La diosa fortuna quiso que aquel suceso ocurriera sobre una de las zonas más despobladas del planeta. Pero no por suceder en una latitud alejada dejó de percibirse en otros lugares del globo. Aquella misma noche el cielo de Europa no se oscureció y en Londres podía leerse el periódico o jugar al golf de madrugada en la calle. Durante los dos días posteriores, el polvo suspendido en la atmósfera iluminó el continente con diferentes tonalidades.

El suceso tuvo lugar en suelo ruso, un enorme país cuya convulsa situación política en aquellos momentos no era la más idónea para prestar demasiada atención a algo que, posiblemente, quienes más de cerca lo vivieron identificaron como una señal divina. La irrupción de la Primera Guerra Mundial, la Revolución de 1917 y la posterior guerra civil impidieron que casi nadie se preocupara de aquello en años posteriores.

Primera expedición

Y decimos casi porque no fue hasta 1921, en época de Lenin, cuando la Academia de Ciencias soviética encargó a un geólogo, Leonid A. Kulik, que estudiara posibles caídas de meteoros sobre el país. Algunos recortes de prensa de la época en que ocurrió la explosión en Tunguska le pusieron sobre la pista de aquel suceso. Comenzaba una investigación que le iba a llevar veinte años.

No iba a ser hasta el invierno de 1927 cuando Kulik parte de Leningrado en lo que iba a ser la primera de sus cuatro expediciones siberianas en busca de restos de aquel evento tan intrigante que le relataron algunos testigos, como quienes guiaban el Transiberiano y tuvieron que detener el tren por temor a que se saliera de los raíles.

En abril de ese año, tras adentrarse en la casi inexplorada región acompañado por un guía tungú, Illya Potapovich, dio con los primeros restos de lo sucedido diecinueve años atrás. Colinas peladas de vegetación, troncos caídos... fue lo que contempló en la orilla norte del Mekirta. Desde la cima más alta de la zona adivinó un panorama igualmente desolador, pero amplificado.

En sus relatos, Kulik detalla: «... no me puedo imaginar realmente toda la grandiosidad de esta caída excepcional... desde aquí, desde nuestro punto de observación, no se ven síntomas de bosque; todo está derribado y quemado alrededor... a este área muerta se aproxima un bosque joven de veinte años... da miedo ver a estos gigantes de 80 centímetros de diámetro quebrados por la mitad como si fueran cañas...». Todos aquellos árboles caídos apuntaba en la misma dirección. El siguiente paso era hallar el lugar del que procedió la fuerza que los tumbó.

No es hasta junio cuando logra volver al lugar desde el que divisó aquella desolación que aún no llegaba a entender. Avanzó hacia el noroeste, y en un punto en el que acampó descubrió lo que buscaba: los árboles yacían en direcciones radiales, indicando un centro común. Era el punto de la explosión. ¿Pero de qué? Él pensaba que se trataba de un meteorito y, por tanto, debía buscar restos del mismo. Pero no halló ni rastro. Pensó entonces que estarían bajo el suelo helado, pero antes de seguir investigando hubo de regresar a Leningrado ante la falta de medios para subsistir en una región en la que debían abrirse paso a machetazos.

No le fue difícil convencer a la Academia de Ciencias para que volviera a sufragar una nueva expedición, para lo que incluso argumentó que el meteorito habría dejado enormes cantidades de hierro susceptible de ser utilizado por la industria siderúrgica soviética. Así, un año después de su segunda incursión, vuelve a Siberia, pero ni la inspección magnética da resultados. Lo que sí hizo fue filmar aquella búsqueda, lo que le cargó de nuevas razones para obtener el visto bueno para un tercer intento, entre 1929 y 1930, pero el resultado fue el mismo que en los anteriores, a pesar de los dieciocho meses de permanencia allí.

No había restos ni cráter alguno, algo que no casaba con la hipótesis del meteorito. Las purgas políticas que llevó a cabo en esa época Stalin demoraron una nueva incursión, que no tuvo lugar hasta 1937. Esta vez, los medios permitieron una inspección aérea de la zona devastada, que tampoco desveló rastro alguno del supuesto meteorito, ni siquiera el espectacular socavón que tanto ansiaba encontrar.

La incóginita de lo ocurrido seguía sin despejarse y a ello iba a contribuir la muerte de su principal investigador. Kulik, que contaba 58 años, se alistó para combatir a los nazis, fue capturado y murió en un campo de concentración en abril de 1942.

¿Fue un cometa?

¿Qué ocurrió entonces con la explosión de Tunguska? Al menos tres expediciones más volvieron a la zona en los años 1958, 61 y 62, dirigidas por el geoquímico Kirill Florensky, quien cartografió la superficie afectada y luego se dedicó a estudiarla. Halló una fina capa de magnetita que cubría el suelo, incluso detectó niveles de radiación, pero nada fue concluyente y estos datos tenían otras explicaciones naturales.

No obstante, fue este científico quien comenzó a sostener con fuerza lo que ya otro colega británico, Francis J. Whipple, teorizó algunos años antes, en 1930. Apostó por que lo ocurrido en Tunguska pudo deberse a la colisión sobre la Tierra de un pequeño cometa que, según estimaron, podría haber alcanzado varios centenares de metros.

Desde entonces, y como bien recogen en el artículo ``La gran explosión de Tunguska'' (Revista LAR, 1989) Félix Ares, L. Alfonso Gámez y Jesús Matínez, esa teoría fue afianzándose. En 1976, un científico israelí concluyó que la explosión principal ocurrió a unos 8 kilómetros de altura de la superficie terrestre y equivalió a unos 12,5 megatones. Otro autor indicó que se trataría de una bola de nieve de 40 metros de diámetro y 50.000 toneladas de peso.

Estos números justificarían la devastación y la ausencia de restos -dado que la composición del cometa es de agua helada- y cráteres. Y su aproximación no habría sido detectada por astrónomos de otras partes del planeta debido a su pequeño tamaño y a que se acercó por el lado diurno y proveniente de la misma dirección del Sol.

Y si fue, entonces, un cometa, ¿cuál era? La respuesta es el Encke o, mejor dicho, un fragmento del mismo. Descubierto en 1786 por P.F.A. Mechain y Ch. Messier, este cometa se encontraba próximo a la Tierra cuando sucedieron aquellos hechos en Siberia e, incluso, al día siguiente fue observado mientras se alejaba hacia su perihelio -el punto de su órbita más cercano al Sol-. Ésta es la teoría a la que hoy, cien años después, se aferran la mayoría de científicos que siguen de cerca este tipo de impactos celestes.

Sin embargo, la discusión se reaviva cada cierto tiempo. Así, una expedición italiana de la Univerdidad de Bolonia que ha viajado a la zona de la explosión desde 1999, anunció en 2007 haber localizado un cráter ligado a este suceso en el fondo del lago Cheko. Se trataría de un agujero de 50 metros de profundidad y 450 de diámetro, a 5 kilómetros del epicentro hallado por Lubik. Argumentan que no hay mapas que avalen la presencia de ese lago con anterioridad a 1928. Sin embargo, las pruebas no son concluyentes y han sido puestas en duda.

En cualquier caso, nada que ver con las afirmaciones de una expedición rusa en 2004 que achacaba la explosión a un «artefacto técnico extraterrestre». Huelga decir que los promotores de la misión eran fervorosos partidiarios de esta explicación. Su valedor, Yuri Labvin, defiende que una nave interplanetaria salvó a la Tierra al destruir o desviar un amenazador cuerpo espacial.

Esta última no es sino una de las varias explicaciones sin fundamento que han surgido en este último siglo: desde que se trataba de un fragmento de antimateria -si bien no hay rastros de radiactividad- hasta un agujero negro errante que penetró en la Tierra -del que no hay indicios-, pasando por una tormenta magnética.

Como no podía ser de otra manera, muchos curiosos del tema han optado por quedarse con la hipótesis más fácil de defender, la que no necesita ser siquiera argumentada: la de un platillo volante, cuya idea hay que achacársela al escritor de ciencia ficción soviético Alexander Kazantzev, en 1946. Planteó que en Tunguska estalló el sistema de propulsión nuclear de una nave marciana. Y al igual que con «los hombres de negro», las abducciones y tantas invenciones, simples historias son elevadas a la categoría de teoría científica. Tunguska fue una evidencia, no un marcianito verde.

 

kilómetros

a la redonda. En todo ese diámetro la vegetación quedó devastada por una onda de choque que dio dos veces la vuelta al planeta. Suerte que no estaba poblada, aunque sí perecieron algunos renos.

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