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Iñaki Egaña Historiador

De alamedas, calles y plazas

Llama la atención que el Ayuntamiento donostiarra cambie los rótulos al parque dedicado por iniciativa popular a la ecologista Gladis del Estal, muerta en Tutera por la Guardia Civil, y lo sustituya por el de María Cristina, una reina que, a decir de los perspicaces, fue la más impopular del siglo XIX, por sus turbulentos y excelsos negocios. En cambio, el Ayuntamiento de Tutera, localidad en la que fue muerta Gladis, la ecologista tiene la calle que el de Donostia niega repetidamente.

Siguiendo las incongruencias, el Espacio Cánovas, junto a la Bretxa donostiarra, fue inaugurado por el Ayuntamiento socialista en homenaje a uno de los más fervientes defensores de la esclavitud y de la degradación del ser humano. Los textos más ofensivos contra los negros que escribió Cánovas deberían enseñarse en las escuelas vascas para explicar qué es el racismo. Llévenlo al Currículum y escandalicen a los honestos. Nadie lo dijo jamás tan claro y tan rotundo. Dejando el Espacio Cánovas a un lado y caminando hacia el centro de la ciudad alcanzo los adoquines de la calle de los Reyes Católicos, verdugos de tantos que ya he perdido la cuenta. Navarros, judíos, musulmanes, indios, guanches... De poner un monumento mundial a la intolerancia en alguna parte del universo, el pedestal, altar y monolito se lo llevarían Isabel y Fernando, bellacos de tomo y lomo. Aitzol lo escribió en términos similares y le costó la vida. Se lo echaron en cara los guardias de Ondarreta y acabó contra las tapias del cementerio de Hernani. Paralela a la calle de los ilustres reyes, se abre la que lleva el nombre de Prim, un general que de sanguinario que era sirvió para que su sola cita asustara a los niños. Y no me invento nada. Lean su biografía en Wikipedia donde dicen, más o menos, que Sacamantecas era más amable que ese Prim que mató a miles de marroquíes por no dejarse pacificar. Un poco más adelante a la calle del bárbaro general se encuentra la avenida de otro rey de armas tomar, el nieto de Fernando el Católico, Carlos, que tomó el número I de su saga. La colonización americana se hizo bajo su vara. Murieron tantos seres humanos (entonces no reconocidos como tales) que el solo hecho de oír pronunciar el nombre del tal Carlos nos debería incitar al vómito. El imperio español se hizo con su espada, que cortaba yugulares hasta enrojecer la tierra, mientras sus perros de presa destrozaban aquellos cuerpos inertes y desalmados.

Tomo la variante en esa avenida de inmundo recuerdo y viajo hacia Gasteiz, donde aparco en la calle del pintor del fascismo, Carlos Sáenz de Tejada a quien, con tanta desfachatez que impresiona, el Artium le acaba de hacer una antológica bajo el título «Dibujos para la Libertad». Si las pinceladas de Tejada son para la libertad, esas mismas pinceladas que llenaron los hornos crematorios de ingenuos esclavos, ¿a quién pintan los resistentes, los antifascistas? La ignorancia es perversa. Insultan los títulos. Descubro que en la capital de la Comunidad Autónoma no se andan con tapujos y que al Carlos I donostiarra le llaman aquí «Emperador Carlos I». Para que nadie lo dude. Lo de la calle «Voluntaria Entrega», junto al portal de Arriaga, es de chiste. ¿Se imaginan una calle en Gernika que diga «Calle Villaquemadaporlosrojos»? Me he restregado los ojos, porque el día estaba turbio, y lo he vuelto a leer. En serio: «Voluntaria Entrega». Vergüenza de país. De la vergüenza a la calle Eduardo Dato, el cogollo gasteiztarra en honor a un tifosi de Cánovas que superó expectativas. Mandó al Ejército a suprimir las huelgas a tiro limpio e inventó la Ley de Fugas. ¿La recuerdan? Esa que dejaba al preso en la calle y antes de que anduviera diez pasos ya le habían metido una ráfaga por la espalda. Honor y gloria del pueblo de Vitoria a la bestia.

Dudo la dirección a tomar y, finalmente, me dirijo a la capital del Viejo Reino, el corazón histórico de Euskal Herria, convertido en estercolero de nombres ajenos y de deshonrosos espejos de la raza humana. Hablé un día hasta la saciedad del escándalo de la réplica del Valle de los Caídos en Iruñea, de su reconversión por la «democracia» en Sala de Exposiciones Municipal Conde de Rodezno, aquel llamado Tomás Domínguez Arévalo que fue ministro de Justicia del primer Gobierno de Franco, el más salvaje de la historia española del siglo XX. Un recorte de periódico me recuerda que la alcaldesa acaba de manifestar «su desprecio más absoluto hacia los terroristas» y pienso que quizás sus colaboradores le están engañando y le ocultan la historia del conde porque, de lo contrario, no le temblaría la mano en hacer desaparecer su recuerdo de la ciudad. Me entra el desasosiego cuando llego al parque Antoniutti, que a pesar de nuncio, o quizás por ello, admiraba, como lo dijo, a Franco, Hitler y Mussolini. Comienzo a pensar que la alcaldesa conoce lo de Rodezno y me tumban las impresiones de su mala fe cuando descubro las calles dedicadas al general Los Arcos, golpista, al mariscal Chinchilla, represor de los cubanos y director general de la Guardia Civil, al duque de Ahumada, fundador de la misma, al propio Ejército español... huelo a pólvora y a cuartel y, al dar la vuelta a un recodo, me encuentro de frente con la calle dedicada al empresario vasco franquista por excelencia Félix Huarte, que tuvo cargos políticos en los tiempos del cólera para completar su ego repleto de dólares. Alcanzo el callejero y no encuentro nombres de trabajadores, los que hacen ricos a los empresarios. ¡Cuánta cara dura!

Definitivamente el olor se hace nauseabundo y tomo de nuevo el vehículo que me llevará hacia la cuna del vasquismo y del socialismo, la bella Bilbo que deleitaba al gran Beltort Brecht. Unamuno, Sabino Arana... pero hay más. Pronto me llegan los efluvios del falangista Sánchez Mazas, a quien enaltecen con un paseo junto al de la benefactora Casilda. Poco más adelante los inefables Reyes Católicos, a los que el País Vasco honra con multitud de referencias, dejan su impronta a pesar de que, como ya dijo el corregidor García Sarmiento en 1506, la Reina Católica por su maldad «está ya en el infierno». La debilidad del Ayuntamiento jeltzale del Botxo por los militares está en sintonía con la del de Iruñea: General Salazar, General Castillo, General Latorre, General Eguía, General Eraso, General Concha... Qué decir de Bilbo, que tiene una calle dedicada a la Batalla de Lepanto. En tiempos en que el servicio militar es voluntario y que los nombres de las calles también, dedicar sus inscripciones al ejército no deja de ser una apología de la guerra. Aún recuerdo los ocho buzones con el lema «Paz y Tolerancia» que el alcalde distribuyó por la ciudad. Una tomadura de pelo.

No son, sin embargo, las capitales las únicas que exhalan tufos militares, monárquicos o indignos. El general Mola se pasea por Navarra, en piscinas, avenidas y calles. Ese mismo que afirmaba mataría a su padre si lo encontrase en las filas contrarias y ese mismo que, con una sangre fría propia de saurios, ejecutó al 1% de la población Navarra. Limpieza étnico-ideológica. No logro comprender cómo en Fustiñana, donde sacamos hace un par de años los cuerpos de siete republicanos de Murchante hundidos en el monte y fusilados por orden de Mola, aún lo tengan en el nomenclátor. El general Francisco Javier Castaños, absolutista como pocos y de gatillo fácil cuando tenía delante a gente de talante liberal, que se lo pregunten sino a Luis Lacy, recibe honores en Portugalete. Otro general, Prudencio Arnao, amigo del citado general azote de los niños traviesos, tiene una calle en su localidad natal Getaria. La paradoja es que Arnao mató paisanos suyos y, a pesar de ello, le halagan sus sucesores. También acuchilló a rifeños, pero eso es otra historia, seguro, por proceder de la morería. La xenofobia aceptada por historiadores y alcaldes lo justifica. La palma, en cambio, se la llevan los de Buñuel, con el carnicero Franco en el callejero. Aquel que echaba a cara y cruz la suerte de los presos y casi siempre salía la cara, la suya de las monedas, la que tuvo durante casi 40 años para desterrar de la vida a dos generaciones de vascos.

En fin, que vuelvo con el coche echando humo, desalentado por tantos desalmados que han sido glorificados por la ignorancia de nuestros tribunos locales a los que la historia de la ignominia les importa un bledo. ¡Cuántos hombres y mujeres por reconocer! Humildes, trabajadores, solidarios, justos, honestos... y, sin embargo, destronados del honor de figurar en un callejero digno. Destronados por verdugos, militares, bárbaros y sádicos.

Entro, junto a mi despacho de Andoain, en un bar a tomar una cerveza fría para aliviar los calores. Leo en la prensa la determinación de la Audiencia Nacional por normalizar los callejeros vascos y sospecho que el escándalo no hará sino crecer. La experiencia es un grado. Para ser santo de devoción hay que ser genocida. Los aficionados quedan descartados. Salgo apesadumbrado y me encuentro con el símbolo de falange, justo en el portal de al lado. Lo que faltaba. Me resulta increíble que lleve tantos años, junto a la taberna frecuentada por los innombrables que los jueces encarcelan a mansalva. Y dicen que el alcalde de la localidad es socialista. Entre la ignorancia y la perversión este país está secuestrado.

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