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Joseba Macías sociólogo, periodista, profesor de la EHU-UPV

Fútbol, eurocopas, vascos y españoles

En un digno punto final de justicia deportiva, la selección española de fútbol ha ganado la Eurocopa 2008. Un equipo estatal o nacional (por simplificar un largo listado de múltiples acepciones semántico-ideológicas) que ha seducido, de una u otra forma y en claves estrictamente competitivas, a ciudadanos y ciudadanas de Europa, América, Asia, África y Oceanía. También a buena parte de los vascos y las vascas, especialmente del Sur, últimas generaciones de un país inexistente vía decreto-ley que de un modo más o menos afectivo u oculto (léase rubor político) han sentido una particular esquizofrenia sentimental en la que se mezclaban en muchos casos, y no sin razón, la identificación con la estética de una sinfonía futbolística ejemplar con los acordes in crescendo de un nacionalismo español en claves de histeria colectiva. El deporte, el fútbol, elevado una vez más a la categoría de fenómeno de masas o de catarsis social frente a los «males cotidianos». El deporte, el fútbol, pura semiología del cuerpo-herramienta frente al cuerpo humanizado para un sinfín de lecturas y sensaciones al hilo de este último evento austro-helvético. Cierran los estadios, abramos los debates.

El primero se refiere a los vascos y vascas y la selección española. «Esta selección ha demostrado que a los españoles, seamos de donde seamos, hay muchas más cosas que nos unen de las que nos separan». Recurso habitual en los medios de comunicación del Estado en días como éstos. El fútbol como axioma de la unidad común en lo universal. Un equipo de castellanos, andaluces, catalanes, vascos (vasco), asturianos, gallegos... Vivo en Bilbo. No he visto a lo largo de toda la Eurocopa, sinceramente, una sola bandera rojigualda en ningún balcón. Todo lo contrario de lo ocurrido en los pueblos y ciudades españolas (paroxismo), platós televisivos incluidos. Un dato que habla, claramente, de un hecho manifiestamente singular. Pero también de un problema en absoluto menor que nos sitúa en las verdaderas claves pre-democráticas (democracia en sentido estricto y sin manipulaciones) en las que vivimos: estoy convencido de que un significativo número de vascos y vascas habría colocado una bandera española estos días en su casa, al hilo de la presión mediática o bien de sus afectos u orígenes, si no tuviera cierto recelo a la reacción del entorno. Minoritario, pero lo habría hecho. Al igual que otras no pueden colocar determinados símbolos con los que se identifican por mera cuestión de supervivencia. Primera constatación: pese a la enorme presión diaria de los medios de comunicación españoles y sus insultos y descalificaciones permanentes a lo que podríamos denominar «punto de vista desafecto con el paradigma español», la mayoría de los ciudadanos vascos actualmente sujetos al ordenamiento político de este Estado mantiene vivo un claro espíritu de singularidad que marca límites y fronteras en el ámbito de lo político (más allá de los partidos) y de lo cultural. Simultáneamente el mantenimiento de una determinada tensión social y política sin solución conlleva una abierta fractura manifestada en la falta de normalización objetiva, pese a los intentos institucionales de ocultar sistemáticamente el dato. Una realidad en doble dirección que delimita verdaderamente espacios y cuestiones: creo que es absolutamente higiénico que un ciudadano o ciudadana vasca pueda identificarse públicamente con el fútbol de la selección española (o la portuguesa, o la holandesa o la rusa) reivindicando simultáneamente su derecho inalienable a decidir el futuro de su pueblo sin ningún tipo de injerencia exterior. O sin hacerlo. Al igual que considero que es absolutamente comprensible en función de nuestra particular memoria histórica (más allá de estar de acuerdo o no con esta opción) que haya sectores de Euskal Herria que rechazan las expresiones identificadas con la «simbología española», sean éstas las que sean y en cualquier ámbito en el que se manifiesten. Es, simplemente, otra muestra más de la falta de una normalización real constantemente tergiversada y manipulada que necesita, simplemente, de mecanismos prácticos y sustancialmente democráticos en sentido estricto. Una terapia sencilla pero históricamente (y seguimos) negada.

El segundo debate se refiere al fútbol como catarsis, el fútbol como negocio. La selección española gana la Eurocopa. Han pasado cuarenta y cuatro años desde la anterior gesta, en pleno franquismo, contra la Unión Soviética (Estadio Santiago Bernabeu, Madrid 1964). Un triunfo, por lo demás, lleno de manifiestos simbolismos y mecanismos legitimadores como en el caso del Mundial Argentina 78 para la dictadura militar. Ahora no. España es monárquica y socialdemócrata, como han demostrado los palcos vip, tiene un himno seductor (sin letra pero el mismo que cuatro décadas atrás), un estado moderno y avanzado (con datos como el mayor consumo continental per cápita de cocaína), unos medios de comunicación plurales y abiertos (en manos de holdings que controlan desde los libros escolares hasta las cadenas radiofónicas y televisivas), una iglesia que sigue inmersa en la misma cruzada liberadora de siempre o (cierre de ítems para evitar el abuso estadístico) unos grandes bancos con presencia multinacional (Banco de Santander, BBVA...) que, con sus ya confirmados astronómicos beneficios para el cierre del ejercicio 2008, se convierten en el buque insignia de la brillante y cautivadora deontología del capital financiero y especulativo peninsular (ver América Latina como ejemplo empírico). La selección, simplemente, ha venido a confirmar que «lo español» está de moda (fashion). Una nueva generación de héroes en el país del «síndrome de Cenicienta» (todo es posible en función del espectáculo y la vacuidad del éxito-contrato inmediato) que han conseguido, al menos por varias semanas, alejar el mal fario de euribors, planes anticonstitucionales, leyes neonazis contra la inmigración, crisis (léase desaceleraciones) o asesinatos domésticos. La «roja» (ay, «Abc», podemos) traslada su cromatismo a la cotidianidad mientras «Cuatro» (que «viva España» después de décadas de frustraciones millonarias para TVE) reconvierte el Madrid de la Plaza Colón en el nuevo baluarte de la posmodernidad escénica. Poco importa que detrás de las liturgias señaladas se muevan miles de millones de euros, mafias estructuradas o el ocio como industria deificada. El misticismo ancestral ha encontrado su épica esta vez en una selección de niños-hombres bajitos (en sus ratos de ocio veían serie de TV grabadas o jugaban a la PlayStation), no especialmente «patriotas» por cierto, que simplemente se han dedicado a jugar bien al fútbol colectivo sin estridencias, singularismos o manifestaciones de divismo incontrolado. Y todo, eso sí, de la mano de un entrenador que otorga su renuncia final como máximo ejercicio de sacrificio secular...

Por último, una reflexión sobre el fútbol como legitimación, el fútbol como pasión. Así pues, el fútbol como mecanismo de control y/o el fútbol como poesía en movimiento. Deporte-rey en un ocio sin republicanos. Mecanismo fundamental en el soporte de la realidad concreta, máxima mixtificación de la sociedad capitalista... Competitividad y jerarquía. ¿Un fenómeno particular y consustancial sólo al «espíritu mercantilista»? Definitivamente no. El proceso de «domesticación» del cuerpo, de la potenciación de la rivalidad y del triunfo como único reconocimiento posible ha sido consustancial también al llamado «deporte socialista» que incluso ha refrendado el supuesto éxito de sus modelos socio-económicos en función de sus resultados deportivos (URSS, RDA, Cuba...). El previsiblemente histórico medallero del deporte chino en los inminentes Juegos Olímpicos de Pekín no hace más que confirmar esta realidad. Pero, pese a todo, conviene no perder la perspectiva: las contradicciones están ahí, son consustanciales al hecho deportivo. El deporte, el fútbol en concreto, nos satisface precisamente por su propio afán de competencia. Es uno de los grandes negocios de la industria del ocio, sí, pero a la vez es difícil explicar lo que sentimos en un estadio o frente a un televisor con esos noventa apasionantes minutos por delante en los que, lo sabemos, vamos a vibrar, llorar, reír... «Exacerba los nacionalismos», como decía Jorge Luis Borges con manifiesta inteligencia no exenta de acritud, pero qué nos va a contar a nosotros el escritor argentino cuando tantas veces se ha convertido en un mecanismo sustitutivo de espacios de libertad y de expresión... Nos seduce y nos aleja, nos apasiona y nos aliena, nos hastía y nos eleva... Por eso, aunque sólo sea por eso, es bueno que determinadas voces sepan que en este país que no existe muchos de nosotrosy nosotras hemos disfrutado estos días con una selección española que nos ha recordado que ante, con o detrás de un balón, a veces la justicia impone sus designios. Sería bueno, propuesta integradora, que extendiera su dulce manto protector a otros ámbitos de la realidad social.

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