Javier Rodríguez Hidalgo e Hilario Manzanedo Miembros de la Asamblea contra el TAV
La rama del árbol que estamos cortando: el petróleo y nuestro futuro
La realidad es que el petróleo se agota; y, digan lo que digan los vendedores de amuletos, no hay alternativas. Paliativos, tal vez; pero la humanidad acaba de adentrarse en una fase traumática de la que tardará en salir
Acaba de anunciarse el proyecto de construir un nuevo Guggenheim y seis autovías más para esta desdichada Bizkaia. La motivación de este proyecto megalómano es ante todo salvar una economía en crisis por culpa de su dependencia del sector de la construcción y, más concretamente, de las energías fósiles
Porque de lo que se trata aquí es de una crisis que supera con mucho lo económico. El ciclo que está cerrándose no es sólo el de la globalización, que tantos destrozos sociales, ambientales y humanos ha causado en las últimas tres décadas, sino de una civilización que ha serrado la rama del árbol en que estaba subida. El petróleo ha sido una anomalía en la historia del consumo energético de la humanidad. Conocido desde la Antigüedad, no comenzó a utilizarse industrialmente hasta 1859, cuando por fin existía una sociedad, capitalista e industrial, capaz de explotar (y de qué forma) ese recurso tan viejo. La combustión de petróleo ha permitido a una pequeña parte de la población mundial el acceso a un soberbio caudal energético, que en siglo y medio lo ha trastornado todo.
Gracias a los vehículos de motor de explosión, la sociedad industrial se ha extendido a todo el globo, erradicando casi totalmente las formas de vida y convivencia humanas que hasta hace pocas décadas se habían mantenido al margen de las depredaciones de Estados y mercado. Este «logro» se ha producido degradando brutalmente nuestro entorno material, arrasado por autopistas y demás infraestructuras. Además, el petróleo ha permitido deslocalizar la mayor parte de la producción de bienes y resituarla, con unas condiciones de explotación ambiental y laboral espantosas, en los países de la periferia global. Y también ha garantizado un espectacular aumento de la población del planeta gracias a la «revolución verde» de la agricultura, basada sobre todo en el abuso de insumos derivados del petróleo y el gas, con sus efectos secundarios: erosión del suelo, intoxicación masiva y pérdida de saberes agrícolas preindustriales.
Ahora se acaban todos estos regalos envenenados que nadie había pedido. El aumento del precio del barril de petróleo no es sólo resultado de la especulación. La realidad es que el petróleo se agota; y, digan lo que digan los vendedores de amuletos, no hay alternativas. Paliativos, tal vez; pero la humanidad acaba de adentrarse en una fase traumática de la que tardará en salir. No servirán ni el hidrógeno del brujo Rifkin ni los molinos de Greenpeace. El hidrógeno no es una fuente de energía, sino un vector de transformación; un «envase», si se prefiere, de energía generada previamente (nuclear, por ejemplo). En cuanto a los molinos y las placas solares, no podrán hacer frente a la demanda energética de la sociedad industrial, que se ha desfondado hace tiempo, aunque sólo ahora vislumbremos sus consecuencias.
En realidad, este batacazo trastornará rápidamente ideas, creencias y valores que hasta ahora nos parecían inamovibles. No se trata sólo de «renunciar» a los vuelos baratos, a las baratijas de plástico y a la economía de servicios; perder de vista semejantes chorradas nos vendrá realmente bien. Ahora bien, el petróleo está también detrás de lo que comemos, de los cacharros hi-tech y, en general, de casi la totalidad de objetos y mercancías de nuestra vida cotidiana.
No hay una solución sencilla a esta gigantesca chapuza. Lo más realista es intentar reducir el gravísimo impacto que está suponiendo la catástrofe ecológica y que, después del Tercer Mundo, no tardará en llamar a nuestra puerta. No hay ninguna esperanza de que se produzca una toma de conciencia ecológica por parte de nuestros gobernantes gracias al desastre. La historia del creciente despilfarro de energía en las sociedades humanas es inseparable de la concentración de poder, es decir, de la formación de los grandes estados-nación. Así pues, ante esto sólo caben dos posturas posibles: o reforzar las causas de lo que nos ha traído hasta esta situación, esto es, el poder de Estado, aunque sea para pedirle que «gestione bien» la crisis ecológica (que es poner al zorro a cuidar el gallinero); o bien organizarse de forma horizontal, al margen de las estructuras estatales y económicas, para recuperar saberes y formas de vida ajenos a la economía. Y, por supuesto, luchar de frente con todos los proyectos desarrollistas que quieren destruir materialmente nuestro país, o lo que queda de él.
Por eso, cuando oigamos propuestas aberrantes como la de la Diputación de Bizkaia, hemos de entender que lo que se prepara es una huida hacia delante por la senda del suicidio ecológico. Lo que se prepara es una maniobra para retrasar el desplome del sector de la construcción al que tantos favores (y dinero) deben, desviando las inversiones de la economía privada a gasto público en infraestructuras. ¿Vamos a permitir que se salgan con la suya?