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Antonio Alvarez-Solís periodista

El telón de acero horizontal

Con su habitual estilo y sus referencias intelectuales, Alvarez-Solís analiza la cuestión de la violencia del Estado español. Como bien señala, «no sé si someter la violencia a una reflexión intelectual severa es perder el tiempo. Claro que el tiempo es lo único que tenemos». Leer sus artículos es parte de saber invertir ese tiempo.

Decía Carlos Marx que la violencia ha sido la partera de la historia. Una experiencia milenaria certifica la observación. Sólo cabe añadir, para evitar una concepción mecánica del progreso, que la historia aloja también una abundante depravación. El problema interno de la frase marxiana radica, pues, en que se debe determinar en cada caso quién ejerce la violencia y para qué, ya que el hoy abunda en depravaciones universales. Hay una violencia de los torturados y una violencia de los torturadores, una violencia invasora y otra de supervivencia. La cuestión de la violencia es su objeto: ¿violencia para coartar o para liberar? Por ejemplo, Cristo dijo: vengo a traer la espada. Pero evitemos el escollo evangélico. La violencia puede ser externa mediante el uso de las armas y la violencia puede ser política mediante el empleo de la ley. La violencia parece visible, evidentemente, para el simple; mas la violencia puede ser sibilina y profunda con el empleo de determinados instrumentos malévolos, como la provocación. La provocación emponzoña y envenena con extrema gravedad, sobre todo cuando se reviste con solemnidades que parecen justificarla. Los auténticos violentos suelen proclamar con voz majestuosa: «Toda la violencia debe ser perseguida ya que sólo hay una violencia». Y persiguen con ahínco. Suele inclinarse hacia el ejercicio final de la violencia quien solicita sin ser oído, pero más frecuentemente la suscita quien se niega tercamente a escuchar. Se dice que ejerce la violencia quien opera al margen de la ley, pero ¿acaso no es muchas veces hipócritamente violenta la ley? ¿Es violento quien reclama con desesperada violencia su libertad o es violento quien niega con obstinación, en tantas ocasiones sangrienta, esa libertad? Se acusa de inmatizadamente violento al que ejerce la violencia desde la calle, pero se puede ser perversamente violento desde las instituciones. La violencia es partera de la historia, pero ¿de qué historia? ¿de la historia nuestra o de la de ellos? Porque hay un mundo nuestro -el del uomo qualunque-, habitado por el dolor y las escaseces, y un mundo de ellos, poblado de solemnidades y de normas.

No sé si someter la violencia a una reflexión intelectual severa es perder el tiempo. Claro que el tiempo es lo único que tenemos. Hay que cuidar, por tanto, el tiempo y hacerlo fructífero. El tiempo es el marco de la soberanía humana. Gran asunto este de la soberanía. ¿Somos soberanos? Ahora mismo dicen en Madrid que la soberanía está envuelta en el papel de plata de la Constitución. No valdrá, pues, lo que ha votado el Parlamento vasco. Frente a su palabra ahí está la violencia constitucional. Al parecer la norma nació antes de que nacieran los ciudadanos. A Moisés le fue entregado un texto parecido en la mata ardiente. Madrid es el tabernáculo. Alguien recibió de manera algo parecido a la Constitución española. La cuestión estriba en que si esa ley se aplica a un pueblo que no se considera español la violencia constitucional resulta clamorosa. Pero hay que saber si ese pueblo se considera o no español. Para eso no vale la Constitución, aunque la custodien las armas. Hay, sin embargo, una salida elementalmente sencilla: consultar a ese pueblo. La democracia no puede ser sino una permanente consulta, a no ser que la democracia sea transgénica. Puede alegarse que los pueblos responden mediante las elecciones, con oferta de programas concretos para momentos y asuntos concretos. Sin embargo hay pueblos que necesitan una gran investigación sobre su realidad y modo de ser. Momentos que precisan una gran palabra, momentos trascendentes al mecanismo constitucional ordinario. Esos momentos en que hay que decir: soy o no soy. Sencillo, fácil, radical o de raíz. ¿Quién violenta para que eso no suceda? ¿Quién se arma doblemente frente a eso? Son los que dicen que la ley decide quienes somos, pero ¿qué ley? ¿la de ellos o la nuestra? ¿Constitucional o constituyente? Hay que aclarar.

Alo largo de mi dilatada y ya fatigada vida me he preguntado muchas veces acerca de lo que asusta a España -ya que dicen que este drama es cosa de españoles- para evitar siempre la pregunta sobre el ser verdadero de los otros. Ese miedo impidió construir una Commonwealth o una trama de estados asociados. España lo perdió siempre todo en un rugido de incomprensión. Quizá el drama radique en que no se sabe muy bien qué es España, salvo un triste dolor teorizado por muchos de sus ínclitos: «Me duele España». Y a ese dolor se responde no con la construcción de una estructura vigorosa de pensamiento, clínicamente fina, sino que se aborda con arrogancia quirúrgica. Leo estos días una gran biografía sobre Iñigo de Loyola escrita por otro jesuita, W.W. Meissner: «Con frecuencia uno encuentra una arrogancia o desprecio hacia otras personas que es básicamente defensiva y enmascara sentimientos subyacentes de inadecuación o inferioridad». Meissner es psiquiatra. Psiquiatra y jesuita. Hay que preguntarse varias cosas.

España se ha parapetado siempre en una arisca negación del otro por varios motivos. En primer lugar no está segura de si misma. Lo expresan invariablemente con frecuencia sus representantes: «Construyamos España». Quinientos años se han invertido en una construcción inacabable. Pero además eso que se tiene por la España profunda fue arruinada social y económicamente por otros poderes ajenos -dos dinastías que miraron con delectación al exterior y desprecio al interior- que la dejaron al albur de lo que consiguiera dentro de las fronteras del reino unificado, ya que en el interior de esas fronteras estaban los últimos dominios eficaces para facilitar dinero, volumen territorial y sentido de la propia valía. Mas se trató a esos dominios sin concederles dignidad ni papel adecuado. El problema de lo español se tetanizaba. La gobernación del reino de España hizo así necesaria la edificación de un telón de acero horizontal, que al tiempo que protegía a una de las naciones peninsulares relegaba al suburbio político otras tres. Ese telón se aprestó con materiales de una evidente calidad rural, como unas armas concebidas sobre todo para el uso interno, una iglesia pobremente constantineana, una capa financiera que no acertó a despegarse de la posesión de la tierra como su seguro operativo y unas esferas intelectuales anegadas de casticismo. Sin clases medias sólidas y sólo aparentes, sin una Universidad proyectada hacia la invención intelectual, sin una riqueza dinámica y expansiva España se fue consumiendo en su propia aridez interior. Dos Repúblicas que fabricaron esperanza de superación de esta larguísima ineptitud fueron derrotadas por las viejas satrapías y traicionadas desde su interior. Hoy este proceso es el que nos lleva a sufrir en toda su acre dimensión la llamada cuestión vasca, el problema catalán y la incomodidad en que vive una parte sustancial de Galicia. La violencia permanente desde la institucionalidad española para impedir el naufragio del Estado español ha convertido toda dinámica de entendimiento en una locura o en un delito.

Una vez tras otra Madrid trata de desactivar la ambición nacionalista periférica con los recursos más elementales, como es el de la fuerza. A la nación vasca se le niega incluso la denominación de Euskal Herria. La sombra weyleriana se ha desplazado como un ciclón recurrente desde el viejo marco caribeño hacia las tierras españolas. Negociar con los vascos realmente tales constituye un delito de alta traición. Las togas han sido movilizadas por el Gobierno de Madrid. Quizá se piense en algo más. Dios no lo quiera; el Dios de Galilea, no el del Sinaí. Sr. Cautelar, menudo embrollo...

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