Cantos de sirena en la cumbre de la OMC
La nueva Conferencia Ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC) ha arrancado en la ciudad suiza de Ginebra con el mal augurio de mantenerse encuadrada en la denominada Ronda de Doha, que comenzó hace nada más y nada menos que siete años en la capital de Qatar. Siete años de fracasos consecutivos, que pueden retrotraerse hasta la cumbre de Seattle, en 1999, que a priori algunos bautizaron pomposamente como la Ronda del Milenio y que acabó sin acuerdos oficiales consensuados pero con un amplio consenso en la opinión pública mundial sobre los verdaderos intereses que mueven a este tipo de organizaciones.
Los objetivos y el propio funcionamiento de la OMC suelen aparecer estrechamente ligados a otras siglas tan poco sospechosas de velar por los intereses generales -no hablemos ya de los de las personas más desfavorecidas- como las del Fondo Monetario Internacional (FMI) o las del Banco Mundial (BM). Por eso hay que tentarse la ropa antes de transcribir sus discursos oficiales. La cita de Ginebra tiene como objetivo declarado «la liberalización del comercio internacional»; esto podría interpretarse como un esfuerzo por rebajar los precios de los productos de mayor consumo en cualquier parte del mundo, reduciendo los aranceles con los que los estados, u organizaciones «regionales» como la UE, gravan las importaciones. Pero la realidad está muy lejos de un principio tan filantrópico. Lo que pretenden imponer los estados industrializados (esos que se conocen genéricamente como Occidente) a los países emergentes (entre los cuales sobresalen China, India y Brasil) es un acuerdo para seguir obteniendo los mismos beneficios en la balanza comercial global. Por ejemplo, los gobiernos occidentales dicen estar dispuestos a sacrificar una parte de su producción agrícola a cambio de que los países emergentes sacrifiquen su potencial producción de bienes industriales.
No obstante, aún no han conseguido convencer a los «emergentes» de que ésa sea la solución más conveniente para todos. Y con más recelos les escuchan los que permanecen «sumergidos», los países africanos.