ANÁLISIS Una crisis olvidada
La actualidad del conflicto de Darfur
El autor aporta algunas claves para entender el conflicto de Darfur, una crisis casi olvidada que la reciente decisión «interesada» del Tribunal Penal Internacional puede colocar en el peor de los escenarios posibles, con un incremento de la violencia y el reinicio de la guerra civil.
Txente REKONDO Gabinete vasco de Análisis Internacional (GAIN)
Dar Fur significa «la tierra de los fur» en árabe, y está compuesta por diferentes grupos étnicos, tanto árabes como no árabes. Los fur, zaghawa, masalit, tunjur y otros han habitado esa zona desde hace siglos, dedicándose algunos a la agricultura y basando otros su modo de vida en una actividad nómada. Dividida en tres zonas étnicas, ninguna de ellas puede considerarse, pese a todo, de forma homogénea desde un punto de vista étnico.
A diferencia del conflicto entre Jartum y el sur del país, en Darfur los sentimientos o diferencias religiosas no entran dentro de los parámetros del enfrentamiento, ya que ambas partes son musulmanes sunitas. Para entender mejor el actual conflicto es necesario ubicarse «dentro del prisma de la historia», prestando atención a un abanico de diferencias y acontecimientos que se han venido sucediendo en las últimas décadas.
El proceso post colonial mostró que la independencia de Sudán fue producto de la negociación entre las autoridades coloniales y determinadas élites políticas locales, dejando de lado a importantes comunidades y etnias, sobre todo a poblaciones de la periferia, como Darfur. De ahí que ese acuerdo no tuviera en cuenta ni la realidad ni las demandas de esos segmentos de población marginados política, económica y socialmente.
El conflicto se declara «oficialmente» a comienzos de 2003, pero en la década de los 70 se producen frecuentes incidentes armados contra transportes e instalaciones gubernamentales en Darfur. Desde el Gobierno central se dará inicio a una campaña de «negación de cualquier problema político», presentando la situación como fruto de la actividad de «ladrones» e iniciando una dura represión contra las poblaciones locales de Darfur, que traerá consigo un mayor rechazo de éstos a las políticas del Ejecutivo central.
En esa época ya eran muchas las voces de los pueblos de Darfur que denunciaban la marginación que sufrían por parte del Gobierno de Jartum en sanidad, provisión de los servicios sociales básicos, infraestructuras y representación política en las instituciones centrales del país. Al mismo tiempo señalaban el concepto de marginación de las periferias por parte de las élites de Jartum, así como la percepción de que el conflicto de Sudán no se circunscribe al enfrentamiento entre el norte y el sur, sino que se trata del pulso entre una minoría elitista apoyada social y económicamente por el Gobierno central y una mayoría explotada y discriminada.
En 2003, dos grupos opositores al Gobierno, el Movimiento por la Igualdad y la Justicia (JEM), con un cierto matiz islamista, y el Ejército de Liberación de Sudán (SLA), laico, deciden alzarse en armas contra Jartum aprovechando la coyuntura. El Gobierno reaccionó como en el pasado, negando el carácter político del conflicto, aumentando la represión y utilizando milicias paramilitares locales, los Janjaweed, contra los grupos étnicos que apoyan a los alzados.
Los acuerdos de paz entre Jartum y el Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán (SPLA) apuntan a una reorganización del Estado, que seguirá marginando a los pueblos de Darfur. Los peligros de esa nueva marginación son evidentes, y el nuevo consenso es una prueba más de que la mayoría de Darfur sigue siendo ignorada por la política oficial del país. Paralelamente, aumentan las voces dentro de Darfur que ante la situación reclaman una separación real, y plantean la secesión como única salida real al conflicto.
La intervención del TPI ha supuesto un nuevo punto de inflexión en el largo conflicto de Darfur. Algunos actores han recibido con alegría la decisión de perseguir legalmente a los dirigentes sudaneses, otros han mostrado sus reservas ante la posibilidad de que el escenario futuro sea aún peor. Mientras, los partidarios del presidente han movido ficha para movilizar a sus bases ante lo que consideran una agresión exterior. La polarización del país es, sin duda, un nuevo peligro a añadir a la ya delicada situación.
Diferentes voces sudanesas, críticas con Jartum, han manifestado con rotundidad que tampoco aceptarían un «cambio de régimen» impulsado por los intereses extranjeros. Por otro lado, el presidente sudanés es consciente de que el verdadero peligro puede estar dentro de su propio círculo de colaboradores. Como ya ocurrió en el pasado los cambios golpistas se producen con cierta asiduidad y siempre siguen el mismo patrón de actuación, de ahí que Omar al-Beshir desconfíe de todos.
Algunos analistas se han preguntado por qué ahora esa decisión del TPI y han señalado la tendencia de algunos actores (medios de comunicación, EEUU, algunas ONG) a especular al alza con el número de víctimas en los conflictos, en función de determinados intereses, o para facilitar su propia intervención. Han recordado el caso de Bosnia Herzegovina, donde esos mismos actores cifraron en 300.000 los muertos, cuando posteriormente se supo que fueron 100.000. Esta cifra sigue siendo una enorme tragedia, pero la especulación muestra que el objetivo final no es hallar una solución, sino desequilibrar la balanza en una u otra dirección.
El problema de Darfur es político, y representa una parte de una crisis más profunda que afecta a Sudán. La marginación social, económica y política que han venido soportando gran parte de los pueblos de Darfur requiere de un diálogo encaminado a la búsqueda de una paz basada en una solución política justa que elimine las raíces del conflicto y acabe con la violencia. Por ello, la paz llegará de la mano de la justicia que ponga fin a esa situación de desequilibrio que han mantenido, primero, el régimen colonial británico, y, posteriormente, los diferentes gobiernos de Sudán.
Hasta ahora la política de «divide y gobierna» ha sido la estrategia central de Jartum, acompañada de una impunidad repre- siva y una cierta complicidad de algunos poderes occidentales. Pese a ello, la solución más clara pasa por los parámetros negociadores señalados. Sin un acuerdo puede darse un escenario que repita las atrocidades de Ruanda o la República Democrática del Congo.
La intervención interesada del TPI, junto a los intereses de algunas potencias occidentales, puede colocar a Sudán a las puertas del peor de los escenarios posibles: un aumento de la violencia; tensiones dentro del partido gobernante; una crisis en el Gobierno de Unidad Nacional, que puede colapsar los acuerdos de paz con el SPLA y provocar el reinicio de la guerra civil, y la salida de los diplomáticos y cooperantes extranjeros.
En definitiva, la crisis humanitaria podría verse incrementada en ese nuevo contexto, en el que la violencia alcanzaría niveles preocupantes e, incluso, podría afectar a estados vecinos de Sudán, donde las fuerzas golpistas podrían encontrar la excusa apropiada para actuar.