Sobre el papel, «Hancock» se mostraba como un saludable ejercicio paródico del cine protagonizado por los superhéroes. Tal y como nos advertía el trepidante trailer promocional, el filme nos muestra a un superhéroe atípico cuya afición por el alcohol y su apariencia de «sin techo» queda prolongada por su innata capacidad para provocar todo tipo de daños colaterales mientras intenta hacer el bien a la sufrida sociedad.

Marcado por los constantes traspiés que padece en su cruzada incomprendida, el protagonista muestra un carácter huraño y poco sociable que le hace, para el espectador, mucho más atractivo. Lamentablemente, todo queda en un mero espejismo, una tímida declaración de intenciones en la cual Hollywood muestra, una vez más, su capacidad para dar un giro incomprensible a una historia que en su origen tenía un desarrollo y desenlace bien distinto y mucho más apetecible. El guionista Vy Vincent Ngo imaginó un personaje muy similar al que aparece en la primera parte del filme, el asocial superhéroe. Pero, pasado el filtro de Hollywood, el personaje central adquiere la apariencia del rompe-taquillas Will Smith y el proyecto se transforma en un circo de tres pistas virtual en el cual los efectos digitales adquieren todo el protagonismo.

Dejando las evidentes comparaciones con el publicitado aspirante a la Casa Blanca llamado Barack Obama, Hancock es la quintaesencia del Tío Tom domesticado, el buen samaritano que, con la ayuda del hombre blanco, canalizará toda su rabia y se convertirá en un bien preciado por la sociedad que, poco antes, lo ha lapidado públicamente. Detrás de este producto comercial que, sin duda, logrará una taquilla, se encuentra Peter Berg, un cineasta que supo mantener el equilibrio dentro del farragoso territorio de la comedia negra con la muy estimulante «Very Bad Thing» y que, progresivamente, y al igual que el héroe que retrata en la película, se ha sabido amoldar a la comunidad a la que se debe y que, en definitiva, es la que le da de comer.