Alberto Frías Eguzki
Crisis y castigo
Más allá de la esgrima dialéctica a la que nos tienen acostumbrados los testaferros de las grandes empresas -entiéndase gobernantes- sobre si estamos en crisis, desaceleración, enfriamiento, gripe vírica o guerra bacteriológica, y de la pasmosa facilidad que demuestran al marcar el campo de juego a la supuesta contraparte social, política y sindicalmente plañidera, hay síntomas de agotamiento del sistema lo suficientemente serios como para que merezca la pena tocar el hombro de la compañera y pararnos a pensar en círculo oteiziano.
En vez de alegrarnos de que la bomba nuclear confiscatoria de rentas de la burbuja inmobiliaria explote en sus caras de cemento, de que se atemperen el urbanismo salvaje y la especulación a la vez que los pelotazos y las recalificaciones de nuestros prebostes -los que defienden la construcción nacional como forma de cementación nacional y confunden la negociación con negocio-, nos acongojamos con milongas como el efecto tractor de la construcción o el cierre de alguna inmobiliaria-vampiro. En vez de alegrarnos de que algunos países, como Venezuela, recuperen con el aumento del valor del crudo una parte irrisoria de lo que les llevamos siglos robando, de que el precio de los combustibles suponga una ducha de agua fría para el «calentón planetario», de que a alguien se le ocurra dejar su onanista automóvil en su hermético garaje, de que a mayores precios del petróleo menos globalización financiera y menos deslocalización... En vez de alegrarnos de los alarmantes síntomas de agotamiento del sistema, decía, percibimos la crisis de ese sistema criminal que pretendemos combatir como una patología propia. Al parecer los cimientos de nuestra seguridad personal y colectiva se asientan sobre el atropello planetario y la esquilmación de los recursos.
El estallido, todavía parcial y de onda corta, de la burbuja inmobiliaria, la muerte por hambruna de millones de personas por efecto de la especulativa subida de precios de productos de primera necesidad o la montaña rusa invertida de los precios del petróleo, son síntomas de una enfermedad largamente diagnosticada -la insosteniblidad del sistema- que amenazan, a falta de una respuesta coherente en clave de cambio de paradigma, con arrastrarnos al inodoro de la historia.
Hablando de inodoros y de historias -para no dormir-, aquí van algunos datos que huelen como cañerías de batzoki: Repsol durante el primer trimestre de 2008, por la continua subida del petróleo, bate récords al obtener beneficios de 1.212 millones de euros, un 36'5 % más que el año anterior. Petronor obtuvo el pasado año unos beneficios de 294,6 millones de euros, un 17,4% superior a lo logrados en el ejercicio anterior. Repsol ficha a Josu Jon Imaz como presidente de la filial Petronor, consejero de Industria del PNV entre 1999 y 2004. Acciona logra 154 millones de beneficio hasta marzo, un 9,5% más, por su participación en Endesa. IBV consigue 500 millones de beneficio por la venta de Gamesa. Sólo en el primer trimestre de 2007, los beneficios de las empresas del Ibex crecieron un 32%; los salarios, un 2,9% según datos del Ministerio de Trabajo; en el caso de las inmobiliarias, la evolución es estratosférica: un 171%. Mientras que el salario medio de los países de la OCDE es de 24.380 euros y se ha incrementado un 1,1 % en el último año, el del Estdo español es de 18.369 euros y ha disminuido un 0,7 %.
El incienso con olor a JEL, cual psicotrópico, nos traslada a otros estadios de la materia, a la fase anal del pensamiento, esa de preguntarlo todo: ¿Por qué se achaca la «crisis» a la política de precios del petróleo de la OPEP cuando quienes se forran son Repsol y Petronor que «tributan» aquí? ¿Por qué en los convenios colectivos se reivindica la no pérdida de capacidad adquisitiva de los salarios respecto del incremento del IPC (alrededor de un 2%) y no respecto del beneficio empresarial del 32%? ¿Por qué los adalides de la economía de mercado piden la intervención del Estado y éste acude en su ayuda con un pornográfico boca a boca donde trafican hasta con el aire que respiramos?
En una reciente entrevista, Abdalla Salem El-Badri, secretario general de la OPEP, afirmaba que altos precios del petróleo significan más ingresos para los gobiernos de los países consumidores porque aumenta la parte que se va en impuestos, y que más del 85% de los ingresos que tienen los países productores vuelve a los países consumidores como Estados Unidos y Europa. El verdadero problema es que tras el batacazo bursátil de las hipotecas basura en EEUU -del que ahora se cumple un año- el capital especulativo se ha vuelto hacia el mercado de las materias primas.
Y si como canta Evaristo «la bolsa de Nueva York controla este mogollón», los del «Gora ta gora» talan el maltrecho roble de Gernika. Bajo la soflama oficialista del «todo vale contra la crisis» los gestores regionales del invento, nuestros bucólicos capitalistas de kaiku, txistu y tamboril, se apuntan a las rebajas y quieren aprovechar el río revuelto del mercado para rematar su faena de convertir nuestra tierra en una manzana llena de gusanos. Sirva de ejemplo, amén de variadas estulticias de pan y circo como el proyecto de Guggenheim en Urdaibai -cuyos jardines a buen seguro abonarán con los huesitos incorruptos de Sabino-, el pomposamente autodenominado plan «Gipuzkoa Aurrera», ariete contra la hecatombe en el mundo mundial cuyos pilares son: la construcción del puerto exterior de Pasaia, el cuarto cinturón de Donostialdea, el aeropuerto de Hondarribia, y cómo no, el TAV. Vamos, eso de si no te gusta el arroz con leche bajo la puerta te meto un ladrillo.
Se trata de mantener el cinturón de hormigón, no el de hierro de Bilbo del 36 con cuyas virutas han hecho la casita de chocolate de Puppy para mayor gloria de la uniformización cultural y la mercantilización del arte con franquicia neoyorkina, sino del que se nutren los michelines del partido guía. Pero esta vez ya directamente con dinero público, con el bote común, la cataplasma de la sustitución de la inversión privada por la obra pública, vendiéndonos como tabla de salvación proyectos ruinosos y desvertebradores territorialmente como los grandes pilares de la economía.
Ante esta situación de crimen sin castigo no es hora de demandar cataplasmas socialdemócratas o aspirinas contra el cáncer. Es tiempo de hacer visibles los perversos mecanismos de un sistema que hace posible la coexistencia de «su crisis» con escandalosos incrementos de «sus beneficios» empresariales. La historia interminable de la apropiación de los beneficios y la socialización de las pérdidas.
La «globalización», sinónimo de mundialización financiera, supone la emergencia de un actor nuevo como elemento central: las empresas trasnacionales convertidas en el nuevo tótem por la desaparición de elementos internacionales de regulación del mercado. Así, se posibilita que el capital especulativo campe a sus anchas por la piel planetaria, acaparando materias primas de primera necesidad.
En este tiempo histórico marrullero, lleno de corsarios con asiento y derecho de veto en la ONU, donde las materias primas sólo son juguetes en manos de intermediarios, donde el valor de uso ha quedado abolido incluso del imaginario colectivo por el valor de cambio y donde el umbral de necesidad lo fija ese electrodoméstico radiactivo llamado televisión, es más necesaria que nunca la lucha ideológica, articular espacios de encuentro y movilización social alejados de la lógica pactista, de la moral del esclavo. Como escribía Bertolt Brecht, «al que cuando la casa está siendo devorada por las llamas pregunta que será de sus pantalones domingueros, no tenemos nada que decirle».
Las crisis abren posibilidades objetivas de cambio de paradigma si se enfrentan desde la defensa de alternativas radicalmente diferentes a lo existente, a la cataplasma, a la reivindicación del aumento salarial lineal para picotear las migajas del banquete que está acabando con la tierra y con los pueblos indígenas que quedan sobre ella. ¿Por qué no plantear escenarios posibles, necesarios y reales, que acaben con la deslocalización del sistema productivo y la dispersión de producción y consumo? ¿Por qué no centrar nuestros esfuerzos colectivos en dibujar una sociedad diferente tras la crisis? Autores como Ernest García avanzan por ese camino: «Ciudades pequeñas rodeadas por tierras agrícolas, restablecimiento de las diferencias entre lo urbano y lo rural, desaparición de los grandes centros comerciales, geografías cotidianas susceptibles de ser recorridas a pie, rehabilitación de edificios de dos a cinco pisos, (...) fragmentación del Estado-Nación, desaparición de productos y profesiones inútiles (como los repelentes de insectos, los agentes de viajes y el marketing), resurgimiento del ferrocarril, drástica contracción del consumo de masas...».
¿Por qué no apostar por el decrecimiento sostenible? ¿Por qué no supeditar el mercado a la sociedad, sustituir la competencia por la cooperación, acomodar la economía al ciclo de la naturaleza? ¿Por qué no aprovechar la insostenibilidad del sistema como altavoz de nuestras propuestas? ¿Tenemos propuestas? ¿Nos atrevemos a pasearlas fuera del bolsillo interno del chaleco? ¿Por qué no mandar las carabinas de Gastibeltza contra los filibusteros de la Marbella vasca?