GARA > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa

Iñaki Urdanibia Crítico literario

¿La senda de Cristo?

La Iglesia católica se sitúa en el foco de este artículo, en el que el autor repasa un extenso listado de actuaciones y actitudes de esa institución que se sitúan en las antípodas de lo que defendiera Jesús de Nazaret hace más de dos mil años. Mirando muy atrás hasta toparse con las Cruzadas y la Inquisición, pero también con ejemplos actuales como el rechazo de los anticonceptivos y la connivencia con George Bush.

Ciertas lecturas y algunas conversaciones recientes con algunos familiares creyentes me llevan a tratar de ciertos temas, y me incitan a meterme en camisa de once varas, y lo digo ya que servidor desde luego no se mueve por esa nebulosa de supercherías, creencias gratuitas y pastoreos propios al discurso (?) religioso. Vamos, que no pertenezco a esa peña ni a ninguna otra, de modo y manera que a mi plín, pero por decirlo... que no quede. Dejo de lado, en estas líneas, la opinión que me merecen las creencias religiosas y me atengo, para la ocasión, a lo que señalase Lichtenberg: «Una regla de oro: no juzgar a los hombres por sus opiniones, sino por lo que sus opiniones hacen de ellos».

Lo que llama la atención, y no es cosa nueva, es que mucha gente honesta, convencida del mensaje de Jesús, siga perteneciendo a esa institución que en el siglo IV, por medio de la conversión del emperador romano Constantino, mezcló por afán de poder lo que es del César y lo que es de Dios, y desde entonces no ha dejado de hacerlo: ahí están las cruzadas, las conquistas en las que la cruz acompañaba a la espada (dominando Juan Ginés de Sepúlveda frente a fray Bartolomé de Las Casas), la Inquisición, Galileo, Giordano Bruno, todas ellas y muchas más nítidas muestras de la caridad cristiana, moviéndose por las antípodas de las enseñanzas del «Sermón de la Montaña», de las sendas del amor al prójimo balizadas por el nazareno (¿quedamos en que nació en Nazaret y no en Belén? ¿no?).

Si, por una parte, está el ansia de poder, por otra está el desplazamiento de lo defendible (el mentado sermón de la montaña) a lo absolutamente irracional y dogmático (el Credo), como señalase con tino Albert Jaccard. Poner en pie una dogmática que da por buenos los milagros y los misterios más increíbles como instancias máximas de convicción, junto al sacrosanto principio de autoridad, no ha sido más que el eficaz instrumento para consolidar el poder de la institución, marginando -cuando no aplastando- la libertad de los fieles que habían de convertirse en rebaño que obedece al pastor de turno.

Y sabido es que en esos agrupamientos el que no bala -en organizado karaoke- lo que le mandan no come, le reprenden (me viene al recuerdo la bronca del anterior pontífice al sacerdote y sandinista Ernesto Cardenal, en postura sumisa en el aeropuerto de Managua) y le mandan a la calle, a la hoguera... o a la descalificación pura y dura, más acorde con los tiempos que corren, que parecen más propicios a que corran condenas que no sangre y fuego.

La lista sería inacabable en estos mismos tiempos: todos los defensores de la llamada teología de la liberación y epígonos, Jon Sobrino por salirse de la ortodoxia anquilosada y fosilizada y posicionarse con la plebe, la comunidad parroquial madrileña que comulgaba con madalenas, el bueno de Pagola por tratar de pintar un Jesús humano (demasiado humano para los jerifaltes de la burocracia vaticana y su sucursal local), la nunca bien ponderada Conferencia Episcopal, de los Blázquez, de los Rouco Varela, de los Esteban, y demás monaguillos de la reacción más reaccionaria, voceados por los rancios locutores de su radio, la COPE.

Lo que me llama la atención -y retomo el tema que provoca este comentario- es cómo se puede seguir sin chistar, o chistando en petits comités, dentro de una institución que muestra un día sí y otro también su talante machista, de permanente inclinación de cerviz ante los poderosos de este mundo (por no hablar de «bajadas de pantalones», que suena como que muy mal para gente que tiene voto de castidad), organización que deja ver a su jefe supremo, Benedicto XVI, entusiasmado, dándose besos de la paz, luciendo amplias sonrisas cómplices, con el destacado pacifista y representante del Bien, George Bush (¡toma Irak! ¡toma Guantánamo! ¡toma derechos humanos! ¡toma amor al prójimo!).

Iglesia, que con su retrógrada e inhumana moral, condena a amplias franjas del Tercer Mundo a morir de Sida al no ser de recibo, según estos enviados de Dios en la Tierra, tomar medidas anticonceptivas (¡viva la exclusividad del método Ogino, que es la garantía de criaturas fuertes y seguras, cuando no contagiadas mortalmente!), una burocracia divina cuyos jerarcas no hacen otra cosa que dar cuartel y defender las posturas de los seres más recalcitrantes, cuando no mafiosos, que hay bajo la capa del celestial cielo: empezando por el santo padre que vive en Roma, el opus, los kikos, la Conferencia Episcopal en pleno, y ¡no sigo!

Toda esta tendencia carcamal de la Iglesia recuerda al episodio imaginado, y relatado por Dostoievski en «Los hermanos Karamazov», del encuentro en Sevilla en el siglo XVI entre el Gran Inquisidor y Cristo, que se presenta de visita, y que al final es condenado por el primero por depositar demasiada confianza en los humanos, y, claro, luego éstos se dejan llevar por la soberbia (como ya lo subrayaron con fuerza, en estos años de aggiornamiento, el actual Papa y el anterior cuando explicaban que la apuesta por la razón de Descartes, y los ilustrados y su defensa del pensar autónomo, conducía directamente al desastre pues era usurpar a Dios lo que es monopolio suyo. Pienso -compuesto- luego existo).

¿Cómo seguir en las filas de quienes no hacen sino negar la más esencial esencia del cristianismo? ¿Es que darán por bueno aquello de que fuera de la Iglesia no hay salvación o es que en la intemperie hace mucho frío? Guarda esta postura un aire de familia -mutatis mutandis- con aquel disloque de más vale estar equivocado dentro del Partido que tener razón fuera de él. ¡Pues bueno!

En este orden de cosas, un cristiano danés convencido y sufriente por lo que había devenido el cristianismo por culpa de los dirigentes eclesiásticos, sometidos a los poderes de este mundo, y también por los fieles, con su conformismo y pasividad obediente -me refiero al filósofo Soren Kierkegaard-, exponía en sus «Veintiún artículos» con claridad meridiana: «En la suntuosa catedral, he ahí que aparece el Muy Reverendo y Muy Venerable predicador secreto y general de la Corte, el elegido del gran mundo; aparece ante un círculo escogido y predica con emoción sobre este texto que ha elegido él mismo: `Dios ha escogido lo que es humilde y despreciado en el mundo' -¡y nadie se ríe!»... Y es que la verdad para los que se reclaman de tal doctrina religiosa, en vez de reirse deberían comenzar a llorar hasta quedarse secos de asco y desprecio hacia sus correligionarios.

Por sus hechos los conoceréis, y en este orden de cosas, más coherente que esa especie de respetuoso -y cómplice- silencio con los dictados del poder eclesiástico parece el gesto rebelde, y rupturista, de Camilo Torres, aquel cura guerrillero que al irse al monte, con las armas en la mano, empaquetó la sotana y la envió al Vaticano, llevando así el mensaje de Cristo a nivel de compromiso personal, de amor al prójimo, uniéndose a los pobres, a los explotados y oprimidos de Latinoamérica y alejándose del aparato institucional que no hacía otra cosa que apoyar a los poderosos de este mundo. ¡Y cuidadito que no estoy proponiendo a nadie que tome las armas y se eche al monte (ni para cazar)! ¡Que está la cosa como para andarse con tonterías del lenguaje!

Y es que lo demás -dejarse representar por impresentables administradores del Dios al que uno considera también el suyo, y seguir admitiendo su indiscutible autoridad- parece como que... quien calla otorga ¿no? O quizá resulta que los caminos de Cristo son insondables, para este humilde servidor, al menos.

Imprimatu 
Gehitu artikuloa: Delicious Zabaldu
Igo