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Antonio Alvarez Solís periodista

¿De quién es el Estado de Derecho?

Dado el origen ilustrado del concepto «Estado de Derecho», Alvarez-Solís concluye que la clara manipulación y la constante utilización de ese término como arma contra la disidencia evidencian, entre otras cosas, la falta de una verdadera Ilustración en España, «el país barroco por antonomasia». A partir de esa reflexión, el autor señala varias consecuencias relevantes para la situación actual.

Sospecho que cuando se invoca con pertinacia una determinada fórmula jurídica como motor de la actuación política no se pretende más que justificar agónicamente un comportamiento aberrante de quien recurre a ese repetitivo uso. Sirva de ejemplo ilustrativo la constante referencia del Parlamento y del Gobierno de Madrid al Estado de Derecho. La verdad es que cuando vivimos en el seno de un auténtico Estado de Derecho ese Estado de Derecho actúa en la sociedad sin producir ruido alguno. Nadie alardea del Estado de Derecho para llevar a los tribunales a un ladrón o a cualquier clase de delincuente común, cosa que acontece de la manera más sencilla. Ni siquiera se hace especial mención de los magistrados que juzgan, como si hicieran algo extraordinario. Es significativo, en cambio, que la mención del Estado de Derecho se alegue campanudamente para respaldar determinadas actuaciones jurisdiccionales que afectan al orden político. Algo hace suponer, en definitiva, que multiplicar la citación del Estado de Derecho transparenta la inseguridad moral de la justicia o de los gobiernos en lo que se refiere a su intervención en el campo de la libertad o de la democracia. No es difícil abrigar la sospecha de coartada si se somete a análisis el paralelo comportamiento de la Inquisición religiosa, particularmente en España, que es donde el Santo Oficio fue utilizado más largamente. El lenguaje teológico de la Inquisición, que también perseguía la indemnidad del estado de su tiempo -el Estado de Derecho de la época-, aparece precisamente cuando en el siglo XIII la razón empieza a someter a debate contradictorio la creencia religiosa y se cuartea el andamiaje teológico que aunaba al Trono y al Papado.

El recurso al Estado de Derecho para abrigar una serie de problemáticas actividades jurídicas presupone, además, que alguien posee ese Estado de Derecho con la suficiente exclusividad como para convertirlo en acta previa de condenación del adversario. Cuando alguien del poder o de los poderes alega el Estado de Derecho para convalidar sus actos es que el Derecho ha sido extorsionado. Las sombrillas contra el sol tienen dos objetivos esenciales: proteger la propia piel e impedir la luz solar. Pero llegados a la conclusión de que la mención rotunda y repetida del Estado de Derecho es propia siempre de quienes ocupan el poder -yo no he visto jamás que una conciencia rectamente revolucionaria opere en nombre del Estado de Derecho- cabe deducir que el Estado de Derecho expresa en su mención la propiedad de que es objeto. ¿Y quién es ese propietario? Obviamente el que trata de poner puertas al campo de la libertad; es decir, el reaccionario. Concluyamos: ampararse una y otra vez en la mención del Estado de Derecho aclara que cantidad de fascismo hay en el poder. Cuando el poder tiene contenido moral ampara tanto al que gobierna como a quien postula otras ideas. El Estado de Derecho supone en este caso un lenguaje de uso común y, por lo tanto, eficaz. Los ilustrados razonaban de esta manera en tiempos en que la monarquía absoluta tiraba de catecismo ideológico una y otra vez para proteger su tiranía.

Pero he aquí la cuestión: ¿es España una sociedad ilustrada? Que yo sepa nunca ha tenido acceso a esa confortable situación. En su monumental obra sobre la literatura universal Martín de Riquer y José María Valverde sientan con rotundidad que «España es el país barroco por antonomasia». Es una afirmación muy importante porque de ella se deduce la incapacidad española para el sencillo y ordenado proceder intelectual. Los autores que cito definen el barroquismo -con sus vacíos retorcimientos formales e ideológicos- como una «tensión de lujo y miseria, de espíritu de grandeza heredada y de dificultad para vivir, (así como) para hablar de religiosidad angustiada y de rigidez inquisitorial». Las construcciones barrocas, civiles o eclesiásticas, expresan ese drama íntimo entre la hiperbólica grandeza y la realidad lastimosa, entre la dependencia de una divinidad angustiante y el deseo de una acogedora existencia material. El barroquismo español no transitó hacia la época de la razón como sucedió a Francia, que por ello apenas sufrió la agresión del barroco. Personajes como Jovellanos o Feijoo, como Valdés o como Aranda pasaron por la historia española de la manera menos sustantiva. El barroquismo sigue siendo una actualidad permanente en la vida española, repleta de formas vacuas que acaban en lo churrigueresco.

Lo dicho ut supra quizá explique el fracaso de Madrid con naciones como la vasca o la catalana, fracaso que ahora ha tenido una expresión muy significativa en el pleito entre los socialistas catalanes y los socialistas españoles a propósito del infortunado Estatuto catalán. Los catalanes, salvo una casta dirigente que se castellanizó en su día y que ahora paga su error, no fueron nunca barrocos. Se castellanizaron y se monarquizaron los aristócratas por el «incentivo de parasitismo económico que puede facilitar la realeza». La frase es de Josep Pla, que habla en «El meu país», monumental como todo lo suyo, de «la impossibilitat del poble català per a digerir el barroc y sobretot el barroc castellà». No creo necesaria la traducción ni añadir otras agudezas del insigne escritor.

Asomado a esta realidad histórica dudo mucho que se pueda catalanizar España y, mucho menos, seducirla. Es más, Madrid, como resumen de la España de los Austrias o de los Borbones, jamás saldrá del barroquismo. Madrid es una ciudad eminentemente parasitaria. Vive de símbolos poco recomendables para producir una existencia madura y razonable. Todo en ella tiene un espíritu de realeza, como señala Pla, lo que resulta, digamos de paso, altamente contaminante. A veces he destacado esto último en Catalunya y Euskadi para que no mantengan mucho tiempo a sus representantes en el Parlamento de Madrid, ya que mediante una larga estancia en la llamada capital del Reino acaban por mudar la piel, muchas veces inconscientemente, como sucede a ciertos ofidios. Podría citar ejemplos significativos de esto que afirmo, pero es una obviedad al alcance de cualquier observador.

Pla relata, con sólida y serena argumentación histórica, como España cedió prácticamente el Roselló y parte de la Cerdanya a Francia, con otros territorios profundamente catalanes, porque el Madrid borbónico siempre consideró a esos territorios como elementos de cambio entre las familias reinantes. España se ha atrincherado en los Pirineos tras las pérdidas ultramarinas y ha sustituido el imperio lejano por un remedo de imperio interior con naciones sometidas como la catalana, la vasca y la gallega, aunque de esta última bueno será decir que una parte del nacionalismo gallego no ha pasado de un cierto nivel literario. Es decir, que no se trata de verdadero nacionalismo, ya que el nacionalismo deja de serlo cuando no se acompaña de la oportuna y lógica reclamación de soberanía. Ser nacionalista y rechazar el soberanismo resulta una clamorosa incongruencia, una tontería barroca. Y a esto no se puede oponer la retórica de un mundialismo basado la globalización, que está gobernada al fin y al cabo por el bélico nacionalismo estadounidense. Va siendo hora de distinguir entre globalización y universalismo, ya que no se debe solapar la fórmula de la dominación económica y política que es la globalización con el universalismo humanista, que convoca al acercamiento de todos los pueblos realmente soberanos para generar una nueva y convincente democracia. Los pueblos tienden a aproximarse por si mismos si se libran de ciertos intereses.

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