Antonio Alvarez Solís periodista
La destrucción de las cosas
Uno de los rasgos de esta época es la degradación programada de las cosas. También la aceptación sumisa por parte de la gente de que las cosas están hechas para no durar más de lo comercialmente necesario. Un sistema demencial que abarca los diferentes ámbitos de la actividad humana, desde la economía hasta la política, tal y como denuncia brillantemente en este artículo Antonio Alvarez-Solís.
Hay algo que me parece evidente en la confusa época en que vivimos: la devastación de la calidad de las cosas, lo que equivale a una destrucción creciente de esas cosas. Es un fenómeno que parece evidente. No sólo todo dura menos sino que está hecho para durar menos. Constituye la gran estafa de la época. Se escatima en fineza de fabricación y en el nulo cuidado posterior de lo que se fabrica. Muchas tragedias e infinitos disgustos menores que sufren los consumidores tienen su origen en la degradación de las cosas y de los servicios. Pensaba en ello mientras seguía las repetitivas informaciones sobre el accidente aéreo de Madrid, del que aún no sabemos el origen cierto, pero sí que el mismo avión abortó un despegue anterior por avería, sufrió una reparación in situ y terminó estrellándose. No quiero suponer precozmente responsabilidades, pero es habitual que muchas cosas sean puestas en circulación sin una precisa garantía de calidad. Veremos en este caso lo que acaban contándonos, aunque varios pilotos experimentados ya han declarado, al menos lo he leído en los periódicos, que quienes manejan las aeronaves están entrenados para despegar con un motor averiado e incluso en llamas. Esperemos, pues, en que acaba este terrible suceso, aunque entre las cosas deterioradas actualmente está la verdad, en primer término. Acerca de este extremo uno se sorprende una vez y otra por el descaro con que los dirigentes mienten, como ocurre de una manera visible e indignante en la política y en el tratamiento de cuestiones tan delicadas como la libertad y la democracia, que son los productos básicos para una convivencia digna de tal nombre.
Al hablar de estos asuntos resulta evidente que la ciencia ha degrado en tecnología y, por tanto, la ciencia misma ha perdido dignidad. Las ideas científicas, que solían partir de una alta y sólida moral aún no hace mucho tiempo, son entregadas hoy, sin resguardo ni control alguno, en manos de quienes no buscan realizar las finalidades presuntamente elevadas de los hombres entregados al menester científico sino que persiguen un sospechoso y urgente horizonte dinerario. A veces reflexiono sobre estos extremos y me agobia la realidad de esta mecánica de compra de almas, tanto en lo que se refiere al alma del hombre de ciencia que sienta los cimientos de la cosa como al alma del consumidor de esa cosa; almas, en estos dos casos, que son confiadas por sus portadores, tantas veces triunfalmente, a quienes las envilecen. Todo este horizonte de miseria moral actúa tanto en el ámbito del mercado de productos elementales como en el distinguido marco de la medicina o de la ley. El ser humano depende hoy de máquinas que pregonan su eficacia para elevar la calidad de vida en un bucle perfecto que finaliza convirtiendo a los ciudadanos en máquinas también; máquinas al servicio de la máquina. Bien mirado nos engañan como a chinos, aunque la manida frase no tenga hoy validez alguna como significante de una radical inocencia de los chinos.
He sentido un pasmo muy profundo cuando me he enterado, y de esto hace ya años, que una inmensa cifra de productos son calculados para durar un tiempo cada vez menor a fin de facilitar su reposición. El propósito es tan claro que los mismos técnicos de reparaciones, que en muchos casos son simples maniobras de sustitución de piezas, lo primero que preguntan cuando acudimos a ellos es la edad que tienen los aparatos u otros artículos que sometemos esperanzados a su competencia. Según la respuesta esos técnicos instrumentan un discurso funeral muy parecido al que protagonizan los amigos cuando les decimos que nuestra centenaria tía Carolina ha muerto. El «¡claro!» con que suelen acompañar la noticia resume perfectamente la situación. Ni la tía Carolina podía pasar de cien años, ya que sobraba en el presupuesto nacional, ni el frigorífico que tiene cuatro era capaz de remontar ese tiempo sin la avería correspondiente.
Dígase lo que se diga en defensa del maravilloso mundo que habitamos lo cierto es que la situación que describimos, y que los lectores conocen obviamente, decanta una lamentable estructura ideológica que empuja a una resignación que nos aleja de la auténtica vida propia de un ser más o menos elevado. La misma democracia, como bien fundamental, no tiene solidez alguna y parece «made in China», aunque digan otra cosa los dirigentes occidentales, entregados a una conspiración escandalosa para hundirnos en lodazal de la ignorancia y en la aceptación de sus irrisorias ideas.
La prueba de la pobreza intelectual de nuestra época está en que este mundo de artimaña y fraude lo vivimos a medias entre la admiración y una resignación final cuando hacen su siniestro efecto las tropelías. En la misma política, sin necesidad de acudir a la fragilidad de las batidoras, es muy normal que aceptemos como dirigentes a individuos que visiblemente están mal fabricados y que hemos adquirido por el folleto fotográfico que nos remiten los partidos llegada la semana de oro de las elecciones. Lo peor es que cuando a estos políticos se les funde el correspondiente chip moral o intelectual y quedan inútiles esperamos que nos remitan otro desplegable con un nuevo individuo que tenga mejor fotografía. La miseria actual de la política es más profunda y destructiva intelectualmente que la miseria bancaria, pongamos por caso, o la miseria de la propuesta militar. Al menos en lo financiero ya sabemos que es absurdo pensar en cualquier rasgo moral. Y lo militar lo revestimos con toda suerte de proclamas heroicas y de músicas celestiales. Pero en lo que hace a la política solemos aceptar su adulteración como una inevitable catástrofe propia de la naturaleza. Incluso admiramos a los que detentan el poder como se admira un volcán cuando entra en erupción. Las chispas, llamaradas y demás expresiones eruptivas se convierten en un espectáculo que nos arrincona contra nuestra pequeñez y nos convierte en individuos tan temerosos como subyugados. Hablando de catástrofes estimo que si el SAMUR funcionase correctamente debería acudir a las sesiones plenarias de los parlamentos actuales. Creo que controlado el daño inicial que en ellos se registra se evitaría la extensión del siniestro a la sociedad civil.
El problema está, pues, en nuestra propia calidad de consumidores. Me parece evidente que estamos asimismo mal fabricados. En mi juventud cuando se adquiría un traje se tactaba la tela y se buscaba el orillo, que era la declaración de calidad del fabricante. Ahora se mira la talla y el precio, pues nadie espera que un abrigo aguante con solidez más de dos años ni unos zapatos soporten la primera lluvia. El caso es comprar lo que sea, quizá porque es la única libertad que nos dejan, no sé si para ponernos el ronzal y las orejeras o para convertirnos en un cheque al portador. Realmente las dos cosas pueden coincidir, como explican algunos sociólogos honrados. El comercio se ha convertido en el opio de los pueblos.
Queda una duda por aclarar ¿Por qué no nos sublevamos contra las gentes que gobiernan hoy el mundo? Pues no lo sé, ya que la gente es consciente de estas desgracias que sufre, mas cuando llega el escándalo muchos ciudadanos deciden parecerse a los embaucadores e imitarlos en apariencias e ideas. Quizá no quieran parecer subversivos. A eso llamaban antes pérdida de la conciencia de clase, que es el equivalente a la pérdida de calidad en los productos que consumimos. Hasta la música hace hoy tan colosal ruido que no podemos oírla.