Tengo la impresión de que Griffin Dunne es de esa clase de cineastas que se mueve con más soltura dentro de la comedia abiertamente comercial, y que cuando trata de adoptar las formas de la producción independiente no se siente tan inspirado. «Gente poco corriente» es su película más ambiciosa hasta la fecha, motivo por el que ha recibido un mejor trato por parte de la crítica. A mi modo de ver, es una sensación engañosa, pues el hecho de que algo sea susceptible de ser tomado en serio no quiere decir necesariamente que sea de mayor interés. A mí, este Dunne me aburre más que el que pronto veremos dirigiendo a Uma Thurman en «Marido por sorpresa», que promete diversión segura. En la previa y ahora rescatada «Gente corriente» se empeña en imprimir a la narración un ritmo languideciente, adormecido por un piano que pretende recalcar con notas delicadas la importancia sutil del material literario de Dirk Wittenborn en el que se basa.

Decía el difunto Rafael Azcona que los ricos nunca se mezclan con los plebeyos, y de ahí que no escribiera sobre una clase que se le antojaba tan impenetrable y desconocida. El título que han puesto en castellano a la película es un error, porque «Gente poco corriente» promete revelaciones que no se cumplen, ya que la impresión de excentricidad no es más que un apunte superficial sobre una círculo de millonarios del que nada nuevo se nos descubre. Cualquier folletín al uso retrata a esta elite como gente perversa con sus inferiores, y, en esto, el nieto consentido del magnate encarnado por Donald Sutherland no se sale del consabido estereotipo, a fuerza de lo previsible que resulta su cobarde y ruin comportamiento. La víctima de sus abusos es un adolescente corriente, hijo de antropólogo, lo que le lleva a estudiar a sus endiosados anfitriones como si formaran parte de una tribu salvaje inexplorada. El símil es explotado con excesiva insistencia a lo largo de todo el metraje, dejando de sorprender a las primeras de cambio.