Pablo Antoñana Escritor
El sabor de la muerte
Con motivo del tratamiento periodístico del accidente en el aeropuerto de Barajas, Pablo Antoñana analiza el tratamiento de la muerte en función de sus protagonistas. Contrasta el gran despliegue mediático y presencia de autoridades y políticos en unos casos con el olvido de otros. Las exequias de un papa con el ignorado entierro de un minero, lo cual, según el autor, de poco sirve, toda vez que estamos educados en el miedo a la muerte.
Un compañero de senectud se me queja acongojado: «se nos ha echado la vejez de golpe», y así es, el tiempo nos convirtió en máscara, soledad triste, echando cuentas de cuánta gente se ha ido, gota a gota, en proceso sutil para que el rebaño humano se regenere, y nosotros quedamos como observadores atónitos del tiempo pasado. Somos expertos en pasado, escarbamos en la memoria a la busca de recuerdos, que cambiamos como los niños cromos. En esta cruenta purga de higienización nos quedamos a la espera, y sentimos el olor y el amargo sabor de la muerte.
Si hago este exordio es porque estos días la muerte ha actuado sin piedad en el siniestro de Barajas, motivo para la exageración y el aspaviento de los plumillas, que hicieron el agosto con el suceso convertido en sus manos, por horas y horas, repetitivos, en espectáculo. Corrían de aquí para allá sin respeto, piedad ni miramiento al dolor y al sufrimiento de los tocados afectados por el suceso. La muerte actuó con su implacable rasero, los periodistas con olfato de pájaro carroñero, los que tienen el timón del Gobierno con desconcierto. Distinto trato. o ninguno, tuvieron los veintisiete muertos en accidente de carretera, a no ser el dato estadístico de que hubo uno menos que el año pasado por las mismas fechas.
Un albañil cae de un andamio y también muere, el coche que conducía un mozo de dieciocho años se empotra contra la trasera de un camión y muere, el mismo día un concejal tiene el mismo percance de muerte. Distinta la noticia para el albañil, el mozo, a los que se les escatima casi el nombre, sólo merecen una esquela mortuoria menguada, el concejal ocho y especial mención de página y media en los papeles. Asisten a las exequias, como figurantes, los políticos, según Dios manda. Los cincuenta, sesenta o setenta asesinados por explosiones gratuitas en Irak, Palestina, Afganistán, Georgia, Pakistán, por esos mismos días los noticiarios lo dan como cosa sabida. Son otras muertes. No casa con lo que se nos dijo de que la muerte iguala a los hombres y el «no somos nada», a sabiendas de que no es verdad. Exequias con muchos curas, catafalcos de cinco pisos, olor a cera pura, música de profundis para unos, para otros entierro sin mortaja. Insisten los sermoneadores en que los humanos nacemos solos y solos morimos, pero no es cierto. El fasto de lujo asiático en las exequias del Santo Padre de Roma, Juan Pablo II, no se le parece en nada al olvido de los mineros atrapados en una mina de carbón. No es igual, no. Mentira piadosa, embebida en misterio, que sirve poco, pues en lugar de adiestrarnos para morir, como por instinto la reciben los pájaros, el árbol, la nube o la alimaña, nos enseñan a sentir miedo, terror, ante el enigma de la existencia y ese viaje al territorio del más allá, del que nadie regresa, nadie escribe, y nadie da cuenta fidedigna, mapas descriptivos ninguno, en el que ni sale el sol ni se pone, y el infierno y el purgatorio son lóbregos aposentos a donde irán los réprobos que no cumplieron los mandamientos de la Ley de Dios ni de la Iglesia y allí penarán lo indecible.
La Iglesia Católica, sabia en infundir terror en su misión de salvar almas para el cielo, acude a lo escatológico. Escribía sobre «los horrores de la muerte», pintaba a los moribundos con tintas de aguafuerte, redactó la Oración de la Santísima Muerte, «cuando mis manos trémulas y entorpecidas», «cuando mis labios fríos y convulsos», «cuando mi cara cause lástima». La Virgen de Monserrate libraba de la muerte súbita y del rayo, «el sueño es una muerte breve y la muerte un sueño largo». Eran rezos para una muerte sosegada en la alcoba, la mesilla de noche llena de potingues y a la muerte le daban sabor de azufre, color de llamas que no se extinguen y de ese modo se convertía en herramienta para el ejercicio de la sumisión, y se la describe en los libros de devoción. Tiene rasgos tremendos, como si el relator hubiese asistido al sufrimiento de las almas del purgatorio, y con teatralidad aprendida nos dicen de la consunción del cuerpo, la rotura de las amarras que obligan al alma constreñida al cuerpo, y éste se resiste a dejarla escapar de su vasija. Es la agonía.
En nuestra civilización judeo-cristiana, asistidos por la Santa Biblia, la muerte está presente como ángel exterminador, guerras, matanzas, y es la fuente de la historia cainita del hombre, desde el asesinato de Abel hasta el último cometido por las fuerzas de los EEUU en un pueblo afgano: noventa muertos, de los cuales sesenta son niños. Qué mas da, la muerte es el instrumento eficaz y útil del que se han valido los países para su expansión cuando no eran estados, y los estados nacionales cuando con sangre y fuego se hicieron. Motivo cualquiera, las religiones positivas en busca de adeptos, la muerte principal excusa para justificar la guerra santa, cruel y despiadada, la de los muslines, del mismo calado la de la Reconquista contra la morería, los ejércitos cristianos entre sí robándose pedazos de tierra, las guerras de religión cristianas, la limpieza de indios, cruel, despiadada, tanto en la Patagonia, (a oveja matada por un indio, dos indios degollados), en el Uruguay, en la Gran Pradera americana hasta exterminar sus pueblos o sus restos convertidos en piltrafas por el alcohol. Testimonio fidedigno nos dan las películas del Oeste que son la expresión gráfica de la historia estadounidense y cimiento del poderío del gran imperio como no conocieron lo tiempos.
Hoy es lo mismo, y por donde pasan los marines desbocados, los «nacidos para matar», de la «Chaqueta metálica», «sí señor, no señor», la muerte es su fiel seguidora. Pero no es cosa de repasar al pormenor la historia del hombre desde que escribió en tablas de barro cocido su angustia existencial para percatarse de que la muerte fue instrumento, casi razón de estado aplicado con furor impío por príncipes, jefes de tribu, honorables generales que recibieron como homenaje por su bizarría un estatua en el parque, y su nombre en el rótulo de una calle, es decir según el monto de muertes-asesinatos cometidos con impunidad, y que iban a ser descritas con el ornato del elogio en cronicones, relaciones y versos eximios. Hoy los cronistas del elogio son los reporteros de guerra de los países a quienes sirven. El hombre siempre sirve y, por cierto, no a sí mismo y a su conciencia.
El origen de este prestigio siniestro que se le ha concedido a la muerte como herramienta de venganza, vindicación, avidez de tierras o de almas lo encontramos en los Libros Santos que costó escribir a un sin fin de profetas mayores y menores, rabinos y predicadores intérpretes más de mil quinientos años. En la Biblia el mismo Yaveh da muerte: «Él fue malo a los ojos de Yaveh y Yaveh lo mató» (Gen 38.7). «Era malo a los ojos de Yaveh lo que hacía Onan y lo mató» (Gen. 38.10). «El que derrama sangre humana por mano de hombre, será derramada la suya». (Gen. 9.6). Son los ejércitos modernos, los del Imperio principalmente, los que a sí mismos se atribuyen permiso para suministrar muerte, sin sopor, a lo bruto, a cuanta gente inocente encuentran a su paso. Hoy la muerte huele a pólvora, tiene sonido de siniestro y bota militar, sabor amargo de derrota. Silencio, se rueda.