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Antonio Alvarez Solís Periodista

El estado mayor busca culpables

Pocos argumentos son tan obscenos como el que considera a la ciudadanía culpable de la recesión por su escaso consumo. Alvarez-Solís lo compara con el que emplea el mando militar cuando «recusa a la batida infantería de primera línea por no hacer frente al enemigo».

Una de las mayores perplejidades producidas en el ciudadano por el poder actual es su facilidad para dimitir de sus responsabilidades mediante el sencillo método de cargarlas sobre la espalda del contribuyente. Hay dos vías seguidas por el poder para zafarse de las obligaciones que debieran serle indeclinables: la primera la constituye el recurso a la privatización de los principales servicios públicos, con lo que además de traicionar los deberes que son sustancialmente suyos regala a una minoría el acervo económico acopiado, tantas veces penosamente, con dinero colectivo; la segunda manera que tiene el poder de soslayar su compromiso con la sociedad consiste en revertir el fracaso de la gobernación sobre el maltratado lomo de la ciudadanía, como sucede ahora con la insidiosa repetición de que la recesión económica tiene buena parte de su origen en la abstención del consumo, como si esta abstención fuese una maniobra maliciosa. Este último argumento es el equivalente al que emplea el mando militar cuando desde el cómodo estado mayor recusa a la batida infantería de primera línea por no hacer frente al enemigo a fin de evitar el desastre. Quizá sea éste uno de los más lamentables momentos del proceso bélico.

Centrémonos hoy en la segunda manera del poder para rehuir su obligación de gobierno respecto a la colectividad. Últimamente desde la Moncloa y desde varios ministerios se viene insistiendo sobre la «culpa», «abandono» o «responsabilidad» del consumidor en la recesión actual. Es decir, el Gobierno, con su postura de estado mayor no sólo manifiesta su impotencia para remediar la cruel situación sino que señala a los consumidores -la fatigada infantería- como gestores del infausto trance al rebajar su gasto en la adquisición de mercancías o servicios. La acusación no se hace frontalmente sino con sibilino lenguaje que subraya la renuncia de la ciudadanía al esfuerzo consumidor.

Insisto en que esta maniobra de librar las manos del fuego trasladando con cinismo las brasas al ciudadano es una maniobra repetida a través del tiempo, como es repetido también el retórico discurso del poder cuando logra algún objetivo satisfactorio, por cierto muy pocos en España, uncida enérgicamente al carro del neocapitalismo, ahora por un Gobierno socialista.

Si se piensa seriamente en la postura del poder, que tiene tanto de escándalo como de zafia manipulación política, no es difícil concluir que la Administración española sigue penetrada por un poderoso espíritu manchú, caracterizado por su servicio al príncipe, que es un príncipe colectivo formado no sólo por quienes protagonizan la gobernación sino por aquellos que gobiernan real y férreamente desde lugares que están al margen de cualquier mecanismo electoral colectivo: poderes económicos, financieros, religiosos, armados o de cualquier otro carácter fáctico.

Lo que más puede llamar la atención del espectador en esta representación teatral, en que el poder aparece como un padre abandonado, es el lenguaje que emplea el descarado pregonero. Resulta una representación colosal del viejo funcionamiento del tinglado de la farsa. Los ciudadanos aparecen exhaustos mientras un tunante les acosa desde el podio proyectando sobre ellos la vergüenza del pecado: «Ah, ustedes, que desbaratan la nación tan esforzadamente construida por los honestos gobernantes y otros ángeles y arcángeles tan inicuamente desplumados».

Yo me pregunto cuando cesará esta situación demencial en que los dirigentes envenenan la copa del ciudadano y le denuncian después si no decide beberla. Llegados aquí no parece complicada, creo, la constatación de que la economía actual ha sido edificada sobre la falsaria lógica de la competitividad como forma liberadora de benévolas energías y generadora de una constante extensión del bienestar ciudadano. No es posible ocultar ya esa pesada pirámide que concentra más y más las decisiones en un puñado de manos con tan letales consecuencias para los individuos de la base. Las mercancías y los servicios son objeto de manipulaciones constantes, punibles en muchas ocasiones, que aparejan la ruina y el drama humano en cuyo escenario los seres perecen en pro de un «todo» abstracto. Pero siendo tan claro el engaño ¿por qué no somos capaces de verlo? ¿Por qué no respondemos a eso con la misma energía liberadora que emplean unas decididas minorías a las que sin embargo contribuimos con frecuencia, por activa o por pasiva, a perseguir como nefastas depositarias de todos los desórdenes?

Aestas alturas de desconcierto en el sistema parece meridianamente claro que hay que construir una economía de áreas dominables por la ciudadanía y en el marco de un poder político próximo y controlable. Una responsabilidad basada en la verdadera soberanía del pueblo. El dominio del mercado, tanto de la producción como del consumo, resulta imprescindible para instalarnos en una situación admisiblemente humana. Quizá se aduzca contra esta propuesta que la soberanía del ciudadano sobre la política y la economía produciría, entre otras consecuencias, unos superiores costes laborales por presión de los trabajadores ya dueños de la geografía social, pero precisamente ese aumento de costes laborales, fruto de una relación más justa, aparejaría un consumo más dinámico, impidiendo a la vez que los grandes beneficios que ahora obtiene una capa granempresarial -mediante la pura explotación del ser humano y por la imposición de procedimientos rechazables- sean los que califiquen la calidad de la realidad económica. La economía actual sufre los males de la lejanía popular. La mayor parte de lo que consumimos escapa a nuestra intervención y sobre ello no tenemos la más mínima posibilidad de control. Ocurre lo mismo en la política. Los estados se han vuelto monstruosos, inabordables por el ciudadano y la representatividad se falsifica en un momento fugaz e irrelevante de la llamada participación electoral. Es decir, la imposibilidad de intervención próxima y constante, por tanto eficiente en la vida política, hace de la soberanía un concepto abstracto e inejercible; un pretexto para destruir sin riesgo alguno la ciudadanía reduciéndola a un flatus vocis. El juego de muñecas rusas mediante el cual los estados no son más que un contenedor contenido en otro superior hace de la trama estatal una potente forma de control, ya sea policial o de orden público, ya se refiera al de cualquier otra actividad humana. En el mundo actual el poder se aleja con velocidad sideral del hombre de la calle, que queda cautivo en una deshuesada multiplicidad estadística. Al llegar a este punto se debe plantear la potencialidad regeneradora de los nacionalismos que reclaman una soberanía abarcable para sus pueblos sin voz.

Si deseamos una sociedad a la que podamos pertenecer de pleno derecho -con toda la eficacia de una intervención ciudadana verdadera- ha de encuadrarse en los límites que pueda realmente dominar. No niego con esta propuesta ningún afán universalista, pero ese afán, que hace grande la magnífica ambición humana, no puede fructificar con la globalización, que es un modo de alejar los límites de la acción ciudadana. La globalización elimina al hombre, disolviéndolo en ámbitos inabarcables.

Todo ese sistema de dimensiones insuperables por la ciudadanía hace que pueda ser manejada como graciable receptora de bienes, si conviene así a los gobiernos, o como obstáculo vicioso para que esos bienes acontezcan. Es absolutamente delirante este mecanismo según el cual somos causantes de nuestro propio daño ante Gobiernos que sirven a perversos destinos minoritarios.

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