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Julen Arzuaga Giza Eskubideen Behatokia

Tortura a la etrusca

Con la misma lógica de las torturas que hace miles de años infligían a sus prisioneros los etruscos actúa el Estado español, vinculando la suerte del detenido con la del detenido anterior. En opinión de Julen Arzuaga, ese Estado no tiene voluntad de adoptar medidas contra la práctica de la tortura. Las justifica encendiendo la alarma antiterrorista y, si bien permite espacios para debatir medidas de prevención, su práctica es «comportarse a la etrusca».

Cuentan que los etruscos, hace 3.000 años, utilizaban un método de tortura que consistía en atar al prisionero al cuerpo de otro prisionero ya muerto, de tal manera que al corromperse este cuerpo se pudría asimismo el de aquél, todavía vivo. Es de suponer el dolor físico de las llagas infectadas y el sufrimiento psicológico que conllevaría ese método de tormento, que enlaza indefectiblemente al prisionero con la misma suerte que ha sufrido su compañero.

Salvando las distancias, la lógica de la tortura etrusca se mantiene, vinculándose la suerte de un detenido con la del detenido anterior. Así se opera mediante el sistema actual de detenciones en cadena, de tal manera que el arresto de una persona derivará en nuevas detenciones, supeditando el futuro de los segundos al estado a que, bajo tortura, se ha llevado al primero y a las declaraciones que éste haya podido verter. En los manuales policiales se habla de la «policía científica», aquella que conduce sus investigaciones por pacientes métodos técnicos de investigación, detección y seguimiento de los presuntos autores de hechos delictivos. Por el contrario, la forma de actuar de las policías españolas consiste en arrancar testimonios bajo tortura para la autoinculpación de quien la sufre y para la inculpación de más personas, dando continuidad a esa macabra cadena de arrestos. Mientras se escriben estas líneas tenemos un ejemplo más de este sistema, en el que vale arrollar con un patrol policial a quien será detenido -siempre bajo la presunción de inocencia- para después, secuestrado y en paradero desconocido, podérsele arrancar datos sobre sus amistades, compañeros de militancia, etcétera, por medio de la aplicación de esos métodos -la bolsa, electrodos, golpes, vejaciones sexuales, amenazas- que el lector conoce de sobra.

Esta forma de actuar es la correcta para la buena marcha de la lucha antiterrorista, objetivo supremo que no permite reparar en los medios. Sea cual sea el bien protegido que provoca la acción policial -la vida de las personas, un contenedor de basuras o evitar una campaña crítica con el TAV-, el tormento está justificado. La apelación a la ambigua y etérea pero siempre prioritaria «lucha antiterrorista» justifica los métodos anteriormente mencionados y, más aún, no permite oposición, ya que con la crítica se entorpece ese objetivo final.

La lucha contra la tortura ha evolucionado. Desde una primera necesidad de visualizar este fenómeno -hecho que hoy en día nadie con ojos en la cara pone en duda- y la reclamación de justicia -reconocimiento y reparación a sus víctimas, espacio en el que todavía quedan tantos pasos por dar- se ha avanzado hasta una nueva emergencia: la lucha por la prevención, por evitar que ésta se produzca. Una reclamación derivada de la urgencia de evitar por todos los medios que una persona sea sometida a tortura, posibilidad que bajo el régimen de incomunicación supera el rango del mero riesgo o sospecha. Se puede objetar que la lucha contra la tortura debe tender hacia su erradicación, pero la angustia del detenido y de las propias familias debe ser paliada por mecanismos serios y eficaces de prevención. Así, la preocupación hecha pública por centenares de recomendaciones de expertos ha obligado a ensayar al menos tres mecanismos para la prevención de la tortura.

El Protocolo Facultativo para la Prevención de la Tortura de Naciones Unidas instaura un sistema independiente de visitas a los centros de detención, por medio del cual se podría tener conocimiento in situ de posibles prácticas de malos tratos. El órgano que desarrolle esta función será definido por cada uno de los estados que ratifique el Protocolo. El español ha maniobrado durante tres años para que este mecanismo se deje en manos del Defensor del Pueblo, el nefando Mújica Herzog, y se le reste, así, uno de sus pilares básicos: la supervisión de la sociedad civil y, con ello, su independencia y, por tanto, eficacia. Las asociaciones de derechos humanos han rechazado como una piña dicha adjudicación, por considerar que lleva a este mecanismo a la vía muerta, riéndose además del organismo universal que lo impulsa.

El Protocolo para la Asistencia a Personas Detenidas en Régimen de Incomunicación de la Ertzaintza imponía ciertas medidas que debían prevenir el mal trato. Sin embargo, su virtualidad no reside en que éstas funcionen -hecho dudoso, tal y como denunció el propio Ararteko-, sino en la decisión de sus responsables políticos de evitar la incomunicación por las oposiciones que ésta recibe... hasta la próxima vez que tenga interés en recurrir a este régimen de custodia, siempre presente, decisión que descansa en la voluntad de los mandos policiales.

Por último, el denominado «protocolo Garzón» conllevaría la aplicación de tres medidas: ponerse en conocimiento de los familiares la situación de las personas detenidas bajo incomunicación; permitir que un médico externo y de confianza de la persona detenida pueda visitarlo y la que nuestros ojos todavía no han llegado a ver, promesa de que se dará grabación a la estancia en incomunicación. Esas tres medidas -que no aparecen acreditadas en ningún texto legal, reglamentario o al menos en la servilleta de papel de la cafetería donde se le ocurrió a su autor- vienen a aplicarse de forma aleatoria, voluntarista, sin ningún tipo de obligatoriedad ni de rigor, hoy sí, mañana no, lo cual hiere de muerte su efectividad. En efecto, de los seis jueces de instrucción de la Audiencia Nacional, tres se muestran a favor y tres en contra de aplicarlo. Los motivos de ello tal vez abría que encontrarlos en el artículo del boletín «El Confidencial» que protestaba porque se había sustraído la investigación de nueve presuntos miembros de ETA al juez Grande-Marlaska, buque insignia de la triada que se niega a poner en práctica esas medidas. El boletín, citando fuentes policiales, censura que «Garzón se ha puesto garantista, hasta el punto de hacer observar ciertas recomendaciones de la ONU [...] que otorgan a los sospechosos de actividades terroristas unas prerrogativas que hacen realmente difícil la investigación policial a la hora de obtener información de los detenidos». ¡Tal prerrogativa no es otra que el derecho insoslayable a no ser sometido a tortura! Esa actitud de apología de la tortura y la alabanza a su eficacia para los propósitos de la investigación es sin duda, el mayor de los obstáculos con los que nos encontramos quienes denunciamos la existencia de esta lacra.

D ebemos deducir, pues, que el Estado español no tiene ninguna voluntad de adoptar medidas concretas contra la práctica de la tortura, porque le es rentable. Así, mantienen la justificación de la incomunicación, y con ella de la tortura, ante la opinión pública, insuflando la vena irracional de la emergencia antiterrorista que lo justifica todo. Por el otro lado, al no tener más argumentos frente a organismos expertos internacionales, las autoridades toleran abrir espacios de debate sobre medidas de prevención, para rebajar tensión ante dichos organismos. Después las llevarán a un callejón sin salida. Porque, en su actuar diario, prefieren comportarse a la etrusca.

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