Antonio Banderas, premio Donostia
Iratxe FRESNEDA
Hay premios que se dan por la capacidad o el talento innegable que poseen algunos artistas. Otros se conceden por una serie de razones que confluyen y que convierten en galardonables a ciertas personas.
A muchos les ha parecido más que discutible el equiparar la labor de un sir Michael Caine (Premio Donostia del año 2000) con la de Antonio Banderas. No seré yo quien lo discuta. Pero también es cierto que a algunos actores no se les juzga únicamente por su trabajo, si no más bien por los proyectos en los que se involucran o el camino, llámese carrera, que escogen. Y si algunos aciertan a la hora de seleccionar sus papeles, otros resultan algo torpones o pelín, digamos, avariciosos a la hora de trabajar y elegir sus proyectos.
Antonio Banderas (Málaga, 1960) trabaja, y no hay más que examinar su currículum para descubrir que no ha desperdiciado el tiempo. Para algunos es un estajanovista, para otros un currante (forrado, eso sí). Es más, me pregunto si ha tenido vacaciones alguna vez.
Y para muchos otros representa el rollo tipical spanish, lo latino, el arquetipo de hombre guapo, pero de dudoso talento. Desde mi punto de vista, lejos de juzgar lo que hace con su vida y milagros, no puedo evitar pensar que hay gentes bastante más sobrevaloradas que él, y bien cerquita. Estoy segura de que hay talento en aquel muchacho que vi en «¡Átame!» (dirigida por Pedro Almodóvar, en el año 1989) o en el puede que sobreactuado Mussolini (papel interpretado en «Il Giovane Mussolini», dirigida por Gianluigi Calderone en el año 1993).
Queda muy mal decir que Antonio Banderas es buen actor, pero mucho peor es pensarlo y decir todo lo contrario. O al revés, vamos...