Benoît Delépine y Gustave Kervern aciertan con la idea central de su enloquecida comedia negra “Louise-Michel”, aunque fallan en su vertebración y en la irrefrenable tendencia a coleccionar freaks humanos como quien fotografía monumentos turísticos. Lo que plantean con  ingenio es que los explotados por el sistema capitalista ya no tienen una diana contra la que disparar, debido a que la patronal carece de un rostro o un responsable identificables. Las operarias de esos talleres textiles enclavados en la Picardie se encuentran de la noche a la mañana con la fábrica desmantelada y en la calle, sin saber quién es el que ha dado la orden de despedirlas.

 

No hay un jefe contra el que atentar, así que todos los sucesivos intentos por eliminar al verdadero dueño de la empresa fracasan, uno tras otro. El problema es que se pierden en un laberinto de corporaciones multinacionales, con acciones que se compran y venden desde paraísos fiscales. Son víctimas de la deslocalización empresarial y jamás llegarán a descubrir a que país extranjero se han llevado su antiguo centro de producción.

 

Los encargados de llevar a cabo la misión imposible son una excéntrica pareja de improvisados asesinos a sueldo, cuyo aspecto travestido les delata como la versión paródica de “Los asesinos de la luna de miel”, porque con “Bonnie and Clyde” mejor no compararlos. Bastaría con su perfil grotesco para reírse un rato, pero Delépine y Kervern se empeñan en invitar a más monstruos a la fiesta hasta derivar en una parada circense. Su anárquico humor funciona mejor cuando retratan a la gente humilde con un inconfundible toque de su admirado Aki Kaurismäki, o en las ocasiones en que dejan la verborrea y se inclinan por el gag visual a lo Tati. Un punto a su favor es el epílogo sorpresa que sigue a los títulos de crédito finales, con una divertido cameo de Albert Dupontel, dispuesto así a modo de premio a los espectadores ejemplares que no abandonan  la sala de proyección hasta que se encienden las luces.