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Amparo Lasheras Periodista

De la ironía a la acción, de un Marx a otro Marx

La autora compara la jornada de ayer, repleta de actos políticos con el telón de fondo de la consulta que no fue, con el célebre camarote de los hermanos Marx. Y no abandona el absurdo de uno de ellos, Groucho, a la hora de referirse a la situación creada por la crisis financiera y económica. Sin embargo, más allá de la ironía, propugna una reflexión que lleve a entender y combatir la tragedia que se encuentra en esa absurda realidad.

Después de un sábado como el de ayer, 25 de octubre, tan agitado, con una agenda tan disparatada y concurrida en actos políticos, resulta casi inevitable, si se toma con cierta dosis de ironía, recordar a los hermanos Marx en alguna de aquellas memorables secuencias donde lo absurdo cobraba el valor de una crítica demoledora a la condición humana, a las normas sociales y a los condicionamientos políticos. Tomar su perspectiva para observar lo que tenemos o sucede a nuestro alrededor constituye toda una terapia para mantener la calma y adecuar los impulsos a los principios de lo que debe ser un análisis correcto y ecuánime de los hechos que marcan el tiempo real de nuestro mundo más cercano. Una sonrisa políticamente incorrecta en medio de un desastre tiene algo de respiro irreverente, de incitación al pecado, y facilita el empeño de seguir a contracorriente haciendo lo que no se permite. Por eso, la del humor es, como dicen algunos, una facultad anárquica de la inteligencia, que al menos nos ofrece la posibilidad de reírnos del ridículo en el que caen ciertos políticos cuando intentan convencer a la ciudadanía, con engomados discursos, de la bondad de acciones y decisiones que ni ellos mismos se creen.

Volviendo al absurdo del presente, decía que ayer fue uno de esos días que se anuncian con un revuelo de trascendencia casi mística. No sé si por casualidad electoral o por conveniencia partidista, este 25 de octubre se vivió como una jornada particular en la que, de pronto, todos tenían algo que defender: autonomías, presupuestos, patrias, alguna que otra unidad de destino en lo universal, consultas, paz, democracia... y todo ello sin salir de las pautas que impone el Estatuto de Gernika. Gasteiz y Bilbo dieron cabida a un maremágnum de reivindicaciones que a pesar de ser contradictorias parecían entenderse en un mismo espacio y en una misma Constitución. Bajo la mirada vigilante del PNV, EA, IU y Aralar se unieron al lehendakari en la gesta ya imposible de reivindicar la consulta. El PSE ocupó el Guggenheim y las instituciones alavesas celebraron con la etiqueta debida, champán y canapés oficiales, el veintinueve aniversario del Estatuto. Por último, la Falange, partido fascista y español donde los haya, hizo ondear la bandera rojigualda para gritar una vez más que las Vascongadas siguen siendo España. Y en todo ese revoltijo de actos, no podía faltar la Ertzainza, que hizo acto de presencia para servir a España y garantizar la seguridad de quienes, brazo en alto, vinieron a Gasteiz a ratificar la negación y conculcación de los derechos de Euskal Herria. Algo parecido al camarote de los hermanos Marx, salvo que en esta ocasión el gag iba en serio y, más que cómico, resultó grotesco, y ya se sabe que en el fondo de lo grotesco siempre se adivina un resquicio de tristeza, que es lo que convierte la risa del payaso en una mueca sin gracia.

En 1929, en plena crisis económica y unos días después del crac de la bolsa americana, mientras banqueros y millonarios, desesperados, se tiraban por la ventana o se pegaban un tiro, Groucho Marx terminó de escribir su primer libro, «Camas», un absurdo tratado en el que aseguraba que una de las cosas que más le ayudaban a conciliar el sueño eran los discursos de Mussolini y «las predicciones financieras de gigantes de la industria» en las que se empeñaban en asegurar que «la situación es magnífica», para, a continuación, pedir a los ciudadanos sin trabajo que «no se preocupen».

Desde que Groucho Marx publicó la primera edición de «Camas» han transcurrido más de siete décadas y, sin embargo, la ironía de su crítica continúa siendo válida, a pesar de que, como afirman los expertos, una crisis nunca es igual a otra. Y tienen razón. En esta crisis las víctimas son los banqueros y los culpables aquellos que por falta de trabajo no pueden pagar las hipotecas. Y para que los capitalistas no se suiciden y duerman tranquilos, con sus fortunas a buen recaudo, los trabajadores que aún conservan el empleo subvencionarán a los bancos con los impuestos que les cobra el Gobierno en una nómina mileurista y sin subida salarial a causa de la crisis. Una situación tan absurda que es difícil que encuentre parangón en cualquier película o diálogo de los hermanos Marx.

Mientras el mundo se descalabra en una injusticia social globalizada, los altos mandatarios se reúnen para apuntalar el viejo sistema capitalista. Y aquí los que gobiernan nos aseguran que, gracias a los 85 millones de euros que Madrid aportará para investigación y a que los agentes de la Ertzaintza se podrán jubilar a los 60 años, mejorarán las «estructuras económicas» y, por tanto, nuestro nivel de bienestar. Y eso lo afirman, triunfantes y sin rubor, un día antes de que la Encuesta de Población Activa anuncie un incremento del paro de 12.600 personas durante el último trimestre, con lo cual el número total de desempleados en Hego Euskal Herria asciende ya a 89.400 trabajadores. Al escuchar tales declaraciones, lo único que cabe pensar es que la mentira y la osadía del que miente han adquirido rango de cualidades políticas y se han convertido «en una de las más importantes industrias» del país.

A lo largo de la historia la ironía, el sarcasmo, el humor, más o menos hiriente, han sido utilizados como un arma de denuncia de los despropósitos a los que nos abocan ciertos políticos y partidos, en su mayoría de derechas, para defender el sistema que les mantiene. Es un recurso casi desesperado que ayuda a descubrir ante la opinión pública una realidad injusta, pero difícil de transformar sólo con la queja o la crítica, por ingeniosa que ésta sea . Admitir la injusticia, el paro, la represión, el dolor, la tortura, el hambre, la exclusión, el racismo y la guerra como consecuencias lógicas de un mundo cotidiano que sólo garantiza el bienestar y los derechos de muy pocos es en sí misma una decisión absurda. Se puede teorizar, jugar, ironizar, incluso crear desde el absurdo, pero lo que no se puede es vivir en él. Sería como admitir el desamparo de existir sin dignidad.

Llega un momento en que la ironía y la sonrisa irreverente deben de dejar paso a las inquietudes, a las preguntas y provocar una reflexión más profunda que nos ayude, no sólo a reconocer, sino también a entender y combatir la tragedia que se esconde en esa realidad absurda sobre la que tanto se ironiza. Es el instante en el que el conjunto de la ciudadanía debe de abandonar el papel de espectador de su propio drama y dinamizar sus fuerzas para convertirse en un agente activo de la transformación social y política y que, en Euskal Herria, se define claramente en el reconocimiento de sus derechos como pueblo.

No sé si estoy o no cansada de escuchar las palabras «crisis», «consulta» y, en los últimos días, la de «presupuestos». Lo cierto es que, entre tanto lenguaje políticamente correcto, echo de menos la palabra «acción», entendida como un instrumento de cambio en el contexto social y político que hoy vive Euskal Herria. Desarrollar la acción requiere iniciativas sociales, determinación política, clarificación ideológica, movilización y un compromiso individual, exento de prejuicios burgueses ante la lucha por los derechos políticos y sociales como pueblo y como clase. Pero eso es hablar de otro Marx que, por supuesto, nunca conoció a Groucho. Si me lo permiten, quisiera quedarme con la última frase que se escucha en la escena del célebre camarote y que en cierto modo me recuerda a ambos.

-Buenas, vengo a barrer el camarote.

-Precisamente lo que hacía falta, manos a la obra.

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