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El gobierno alemán se involucra cada vez más en la guerra de afganistán

Si el difunto nazi Joseph Goebbels pudiera regresar a Berlín, se volvería a pegar un tiro al ver cómo funciona en la actualidad la autocensura de los medios alemanes sin que exista un Ministerio de Información y Propaganda como el que dirigió entre 1933 y 1945.

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Ingo NIEBEL

El 20 de octubre dos soldados alemanes murieron en un ataque suicida en Afganistán. Según la versión oficial, estaban en aquel país porque allí «se defiende la seguridad de Alemania» frente a Osama bin Laden. Esta famosa frase la dijo en su día el entonces ministro de Defensa, el socialdemócrata Peter Struck, cuyo canciller, Gerhard Schröder, ordenó en 2001 la participación de Alemania en esta segunda guerra internacional tras la de Yugoslavia, en 1999.

Dado que un atentado de esta índole supone una agresión contra el Estado se podría haber esperado que los medios convirtieran este suceso en uno de sus principales temas, pero no ocurrió nada semejante. La noticia dominó el lugar principal en la página web del semanario ``Der Spiegel'' durante algunas horas, pero por la noche ya fue reemplazada por la rifirrafe entre el Gobierno de la canciller Angela Merkel (CDU) y el presidente del Deutsche Bank, Josef Ackermann, por la ayuda estatal a las entidades financieras. Al día siguiente la noticia estaba en primera página de los diarios, pero su trato fue aséptico para «proteger» la privacidad de los fallecidos. Los medios de comunicación alemanes nunca han puesto empeño en difundir la vida privada de «víctimas del terrorismo», como ocurre en el Estado español, pero el poco trato que se da a los militares muertos en acción es igualmente raro.

Si fuera por el ministro de Defensa, Franz Josef Jung (CDU), la información sería diferente, ya que ha decretado que en el patio de su Ministerio, el antiguo comando supremo del Ejército de Tierra nazi, se va a erigir un monumento en honor a los caídos en hazañas militares a escala internacional.

Para mantener alto el espíritu de los uniformados, que hoy día sirven en una guerra que no se va a poder ganar, el Gobierno alemán ha creado una nueva medalla de mérito para las Fuerzas Armadas, la Cruz de Honor al Valor. Aunque el diseño recuerda a la Cruz de Hierro famosa durante la Segunda Guerra Mundial, la élite política no se ha atrevido a lanzar la quinta edición de aquella distinción, políticamente contaminada, ya que fue entregada también a los genocidas de las SS. La nueva medalla la recibirán sólo soldados por «hechos extraordinariamente valientes». No se sabe quién será el primer galardonado, pero seguramente no lo serán aquellos que mataron a una mujer afgana y a sus dos hijos menores de edad en un puesto de control poco después de que un compañero suyo falleciera en atentado.

En lo que va de año, las Fuerzas Armadas alemanas, la Bundeswehr, ha perdido a tres soldados en acciones cometidas por la resistencia afgana. Desde 2001, han muerto 30 militares alemanes. Actualmente hay 3.000 efectivos germanos desplegados en Kabul y en el norte de Afganistán, pero tras el reciente acuerdo parlamentario pueden llegar hasta los 4.500.

En el contingente alemán hay unidades de combate, paracaidistas, pero también los enigmáticos comandos KSK. De las operaciones de estos últimos nada se sabe, ni siquiera las bajas que sufrieron cuando iban a la caza de Osama bin Laden. El ministro de Exteriores, Frank Walter Steinmeier, justificó recientemente su retirada del KSK por su inoperatividad. La prensa interpretó sus palabras como un guiño hacia su partido, el SPD, para que apoyase la operación militar.

El objetivo lo consiguieron Merkel y Steinmeier, pero el precio lo están pagando los soldados: han aumentado los ataques con lanzagranadas contra los campamentos de los alemanes. Y el último atentado parece que busca que las patrullas militares no salgan.

La clase política y los medios alemanes no pueden decir que no fueron alertados. El 20 de setiembre de 2001, el diario burgués «FAZ» publicó un artículo escrito en 1857 por Friedrich Engels sobre la derrota que los británicos sufrieron en Afganistán en 1842. Llegaba a la conclusión de que «el indominable odio contra cualquier dominio y su preferencia por la independencia» más «la falta de objetivos y la inestabilidad en su acción» hacían de los afganos unos «peligrosos vecinos».

El Gobierno alemán no posee, o no hace público, ningún «plan B» para retirar a las tropas. Para evitar que el tema influya en la campaña electoral, el bipartito decidió que el Parlamento alemán sólo tratara el asunto hacia finales del 2009, tras los comicios generales. Una decisión un tanto arriesgada que demuestra la pérdida de contacto de los partidos autodenominados «populares» con sus bases sociales.

No tienen en cuenta que los 3.400 efectivos militares desplegados en Afganistán no son clones sin padres, sino familiares y amigos de ciudadanos que viven en Alemania y que quizás no compartan que se les utilice como carne de cañón. Si aumenta el número de muertos y heridos en el país ocupado, la intervención militar puede convertirse en un tema político. Y para ello, los combatientes talibán no tienen que actuar en Alemania, basta con que aumenten sus acciones en las zonas de control alemán.

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