El cine es el paraíso de las segundas oportunidades, esas que raramente se dan en la vida real. Para sorpresa de propios y extraños, Jean-Claude Van Damme ha sabido reinventarse a si mismo, renaciendo de sus cenizas como el ave fénix. Al igual que otros tantos héroes del cine de acción violenta de los años ochenta estaba echado a perder, por culpa de una decadencia física que no perdona a quienes se dedicaron en el pasado a exhibir su musculatura. A falta de salidas comerciales dentro del mercado cinematográfico de hoy en día, la Gaumont le propuso hacer una película autoparódica. Pero la suerte quiso que el proyecto cayese en manos del director Mabrouk El Mechri, colega del enfant terrible Kassovitz. La postura del joven cineasta fue la de tomarse en serio al héroe de su niñez, e integrando en la operación dignificadora el humor característico del actor belga, con lo que la autocrítica trasciende hacia el amor al cine y la vida por encima de todo.

Van Damme jamás hubiera imaginado ni en sus más dulces sueños que un buen día, al levantarse y leer la prensa, se encontraría con una unánime puntuación de sobresaliente en las críticas para una de sus películas. Al luchador no le sale gratis, porque purga y bien purgadas sus culpas, con confesiones a cámara que le hacen llorar por primera vez en público. Suda lo suyo para superar los problemas con las drogas, la custodia de su hija o la competencia desleal de Seagal y compañía. En «JCVD» le toca encajar los golpes, después de pasarse media vida repartiendo mamporros a diestro y siniestro.