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Antonio Alvarez- Solís periodista

Notas para un concierto

El «Concierto político» es la última aportación del PNV al debate sobre la solución al conflicto que enfrenta a Euskal Herria, en este caso, con el Estado español. Álvarez Solís analiza en profundidad los términos en los que se ha hecho pública la propuesta y encuentra en ella más sombras que luces puesto que ésta se enfrenta, de primeras, a «la histórica incapacidad de España para pactar».

He repasado cien veces los textos que hacen pública la invención. Quizá menos. No nos dejemos llevar por la hipérbole tan acostumbrada ahora en la lengua política o periodística. Digamos diez veces. Pero no entiendo ese «concierto político» que el aparato del PNV patrocina para poner en concordancia con Madrid la llamada cuestión vasca. ¿En qué consiste ese concierto? Escuchemos al Sr. Imaz, una vez más: «Un concierto político que reúna culturalmente no sólo al nacionalismo de este país, sino también a la derecha de tradición carlista-fuerista y a gentes de izquierda del acervo liberal-fuerista». El comienzo me parece retórico, arcaico. Pero sigamos el párrafo del Sr. Imaz: «En definitiva, un modelo político de relación en el que nos sintamos identificadas las principales corrientes de pensamiento de la sociedad vasca». Ya en principio parece evidente que faltan piezas. Pero sigamos: un concierto «que respete nuestra idiosincrasia, nuestra identidad, que permita que nuestra libre voluntad democrática tenga mecanismos para ser respetada...». Esto último ya está más claro.

Mas digamos como los cubanos en la guagua repleta, «pasito alante, varón»: un concierto «que integre sensibilidades, que articule la relación dentro de un estado plural a través de pactos y del acuerdo y que evite las tentaciones de unilateralidad a todas las partes». La cosa empieza a espesarse. Un concierto «que nos obligue a pactar, a entendernos, aunque la toma de decisión sea más compleja», añade el inventor del Sr. Urkullu. Ay, que esto se pone difícil. «Una fórmula de doble llave, en que el cofre sólo pueda ser abierto de forma conjunta». ¿Y quién guardará el cofre, esa especie de Arca de la Alianza que despedía rayos si la tocaba alguien que no perteneciera al gran sacerdocio? Evidentemente, el Arca permanecería en Madrid, junto a los leones que velan el Congreso de los Diputados, mucho menos inocentes que los leones de San Mamés.

H ay dos perfiles ideológicos que me oscurecen el pretendido concierto. Uno de ellos es la histórica incapacidad de España para pactar. A España se la derrota o vence, no se la convence. ¿Dónde fueron las Comunidades de Castilla, las Germanías de Valencia, antes los Irmandiños de Galicia, más tarde los alzados en el siglo XVII frente al conde-duque de Olivares? Por otra parte, el Estado español nunca llegó a ser siquiera un estado liberal, es decir, jamás permitió que pertenecieran a él las minorías discrepantes. El modelo de estado español es el de la Restauración, que marginó de hecho al socialismo y otros izquierdismos mediante cuarenta tretas y artimañas, aparte de persecuciones innumerables. Solamente cuando el socialismo renunció algo más tarde a la revolución tuvo papel visible en la vida parlamentaria.

No soy yo solamente el que advierte tal cosa, sino muchos historiadores que llegan a buscar la raíz de la guerra del 36 en esa Restauración anaerobia. El Estado español no absorbe y digiere sino que apila y hace compost con lo prensado. El Estado español oscila, según el momento, entre el retórico dogma de la patria y el ágil túrmix policial. ¿Cómo quiere ser tratado el Sr. Imaz: como elemento triturado o como becario de la patria española? Ésa es la cuestión que no resuelve el concierto por más que se enriquezca su masa instrumental. Se lo digo, con todo respeto y amistad, al ciudadano vasco que es Josu Jon Imaz, no al hombre intelectualmente complejo que presumo en él. El poder suele sumergirnos en un mar de abstracciones grandilocuentes que no se corresponden con las sencillas emociones identitarias o los sentimientos étnicos que hierven espontáneamente en la caldera de los pueblos.

Cuando se aborda la llamada cuestión vasca -que sigo estimando que es más una cuestión española que una cuestión de los vascos, ya que son los españoles quienes la plantean-; cuando se aborda la cuestión vasca, repito, habría de tenerse en cuenta la historia española, con sus recovecos y resultados, cada vez que se ha intentado una maniobra de aproximación. La dialéctica para el verdadero pacto no tiene cabida en España. El pacto pertenece, sobre todo, al espíritu común de los gallegos, los catalanes o los habitantes de Euskal Herria.

Precisamente esta dimensión pactista, practicada históricamente en el ámbito público y privado, los caracteriza, con otros valores esenciales e irreductibles, como naciones no españolas. Y aquí empieza a dibujarse una conclusión final para esta reflexión. Ante todo, el pacto no es confiable si no se posee la fuerza necesaria y propia para pactar. Es decir, en política únicamente es concebible pactar si ambos firmantes del acuerdo poseen la necesaria sustancia soberana para convenir. De no tener esa fuerza, el pacto no es más que un llamamiento a la prudencia y generosidad del dominante.

Esto en el mejor de los casos, porque cabe imaginar asimismo, con una certeza muy admisible, que quien tiene el poder ejecutivo en el Estado convierta el cofre de que habla el Sr. Imaz en el baúl de los recuerdos que describía la popular canción de Karina: «Qué poco significan las palabras/ uuuh/ si cuando sopla el viento se las lleva tras él y quedan solamente los recuerdos/ uuuh». Lamento que la cita no pertenezca a un premio Nobel, pero nos orienta respecto al problema.

Fijemos ahora la mirada en otro aspecto del vivir cotidiano de Euskadi para añadir otra desconfianza en eso del estado plurinacional, que a mí me recuerda uno de esos recursos que sirven para pescar con cebo vivo. Cuando se habla de un pacto con España habría de considerarse muy en primer lugar el comportamiento del Gobierno de Madrid respecto al Euskadi macerado por leyes inicuas y por comportamientos policiales y judiciales que están siendo considerados con escándalo en diversas instancias internacionales.

No puede el que aporta la carne de cañón en esta guerra ya extensiva, además de intensiva, pretender que el Estado español dé un giro de 180º grados para convertirse en el dulce campo por donde triscaba Heidi. Para pactar con dignidad, porque de no ser así hablaríamos de capitulación, es absolutamente necesario que todas las ideologías quepan en el discurso político vasco. No se puede dejar rehenes en manos del signatario estatal del pacto. Esos rehenes, que conforman nada menos que una fuerza electoral de consideración, viciarían de raíz el pacto con su ausencia y lo convertirían en pieza de grave disturbio interior en el seno de Euskal Herria.

Supongo que ningún gobernante vasco sensato puede permitir que penetre la carcoma de la frustración en el alma de su pueblo, en gran parte solidario con esos nacionalistas sometidos a dura y dolorosa discriminación. La paz o es asumida con toda amplitud o su búsqueda por tan nebulosos caminos puede originar una guerra inextinguible, aunque la ciudadanía tuviera momentos de cansancio. Si España conoce la férrea y vieja voluntad de Euskadi en su demanda de soberanía, habrá de tener siempre en cuenta que cada represión que ejerza no malogra solamente el presente político, sino el futuro posible de acuerdos entre pueblo y pueblo. Esto que escribo parece tan elemental que no asumirlo ante una negociación equivale a descubrir al fin, con infantil asombro, la carta que Madrid guarda secularmente en la manga sobre la cuestión vasca: la sota de bastos. ¿Pero es tan difícil no verla al comienzo de la jugada?

Pacto sí, pero no con la letra del poema de don Bernardo López García: «Oigo, patria, tu aflicción/ y escucho el triste concierto/ que forman, tocando a muerto,/ la campana y el cañón». Mire usted por dónde...

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