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No hay que enojar al oso, ni tampoco olvidar que tiene garras

Dabid LAZKANOITURBURU

Periodista

Dos son las maneras que se estilan por estos lares para acercarse -comprender- al Oso ruso, eufemismo para designar a la desconocida y gigante Rusia.

La primera bebe sus fuentes del Gran Hermano estadounidense y consiste en provocarlo constantemente para luego denunciar su agresividad. Crecido tras la caída de la URSS, Occidente se ha acostumbrado a tratar al durante años debilitado plantígrado como si fuera un animal de feria.

¿Que no levantaba cabeza ni cuando había función? Se le echaba la culpa al período de hibernación soviético y santas pascuas. En cuanto la ha asomado, el culpable sigue siendo el mismo: Stalin reencarnado en Putin, alzado al trono por la tradición servil del alma rusa.

Frente a esta percepción interesada del «eterno enemigo cercano», prolifera otra que festeja como propias las bravatas de Moscú y que admira acríticamente la emergencia de este viejo y renovado actor mundial. Es como si se hubieran tragado el sapo de que la Rusia de Putin es heredera sin solución de continuidad de la URSS.

Cuando realmente sólo lo es en un aspecto. En la pulsión imperial. ¿Fallida? ¿Regional?... Lo importante es que el Oso tiene garras. Pregunten si no a sus vecinos y a los pueblos aprisionados por su asfixiante abrazo.

Y convendría que tanto los provocadores como los incautos lo tuvieran en cuenta.

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